Religión y fundamentalismo

No mediante la espada, sino a través de la cruz

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Mientras la cultura radical laicista multiplica sus mensajes sobre la irremediable carga de violencia que acompaña a las religiones monoteístas, se han producido sendas noticias que no debemos pasar por alto: el sesenta aniversario de la Asociación Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN) y la apertura de la causa de canonización del cardenal vietnamita Nguyen Van Thuan, fallecido hace cinco años.

Como ha recordado con fuerza el Papa, el Dios de Jesucristo no ha redimido al mundo mediante la espada, sino mediante la cruz. Por eso la Iglesia seguirá siendo siempre una comunidad de mártires.

Es cierto que a lo largo de los siglos algunos cristianos han cedido a la tentación de usar la violencia como método para difundir o defender su mensaje, pero esto no ha sido consecuencia de una mayor fidelidad a la fe, sino de haberla vaciado de su verdadera sustancia. Por el contrario, los mártires son la auténtica apología de la Iglesia.

Hace ahora sesenta años, un fraile premostratense holandés, el padre Werenfried van Straten, más conocido como el "Padre Tocino", comenzó a recorrer la Europa desgarrada por la Segunda Guerra Mundial con sus capillas volantes. Se dedicó en primer lugar a los miles de refugiados alemanes que lo habían perdido todo, pero pronto se convirtió en el cauce de ayuda más eficaz para los cristianos perseguidos al otro lado del telón de acero.

Durante decenios, la voz del padre Werenfried tronó contra la barbarie comunista que pretendía desarraigar la fe del pueblo como se arranca la piel de un ser vivo. Su organización se convirtió en altavoz de los encarcelados en los diversos gulag, pero también encontró los cauces para hacer llegar ayuda eficaz en forma de dinero, materiales e incluso personas, a las comunidades que vivían la fe en la clandestinidad. Jamás hubo rastro alguno de violencia en la respuesta de estos cristianos ante una ideología que imponía el ateísmo como "religión de Estado".

Pero la ingente labor de AIN durante estos sesenta años no se ha limitado a la Europa del Este, sino que se ha orientado hacia los cuatro puntos cardinales. En estos momentos, las comunidades cristianas en territorios de mayoría islámica están en el foco de su atención, porque es allí donde el sufrimiento y la falta de libertad de los seguidores de Jesús resultan hoy más sangrantes.

Por cierto, apenas existe una política eficaz y coordinada de las potencias occidentales a favor de la libertad religiosa, y es raro que los medios y las agencias internacionales denuncien con claridad y contundencia este atropello: debe ser que los creyentes (potenciales portadores de violencia según algunas exposiciones a la vista) no merecen dicha defensa.

En este contexto, la figura del cardenal Van Thuan brilla con especial intensidad. Era hijo de una familia con catorce generaciones de cristianos a las espaldas. A lo largo de más de trescientos años, los católicos de Vietnam han sufrido violencia y persecución alternadas con períodos de tolerancia; a través de esa turbulenta historia se ha moldeado y purificado una hermosa identidad, plenamente católica al tiempo que plenamente asiática.

Al joven arzobispo Van Thuan le tocó vivir la dramática experiencia de la guerra civil como pastor de Saigón, la capital del sur. Su dinamismo y libertad eran bien conocidos, por lo que el poder comunista decretó su inmediata prisión. Comenzaba así un período de trece años de prisión, nueve de los cuales en régimen de absoluto aislamiento. En los lóbregos calabozos que el régimen comunista le reservó, Van Thuan pudo escribir algunas de las páginas más bellas sobre la esperanza cristiana, esa llama que sus sorprendidos carceleros nunca vieron consumirse.

Más aún, aquellos "hombres sin Dios", no podían evitar interrogarse sobre la raíz de la libertad y la alegría singular de su prisionero, hasta el punto de hacerse en muchos casos sus amigos, e incluso de abandonar la ideología comunista para abrazar aquella forma de humanidad cuya única fuente era la fe cristiana. Su liberación, conseguida gracias a la presión internacional, tuvo el amargo precio del exilio, pero jamás pronunció una palabra de odio contra sus verdugos, para los que continuó siendo un verdadero hermano.

El cardenal Van Thuan es un rostro elocuente de ese inmenso río de los mártires cristianos del siglo XX. Hombres y mujeres que, a través del sufrimiento y el amor, han hecho resplandecer la verdad de la fe cristiana frente a sus terribles impugnadores y así han sembrado un futuro de paz y reconciliación para sus pueblos.

Me pregunto cómo encajará la vida de estos mártires en el nuevo discurso ideológico sobre el potencial violento de la religión. La respuesta: un silencio espeso. Mantener viva su memoria no es sólo una responsabilidad y un gozo de la Iglesia, sino un servicio a la verdad a la que los hombres de hoy tienen derecho.

Publicado en Libertad Digital, 27 de septiembre de 2007