Libertad Religiosa - Vida pública y creyentes

¿Dos osos en una sola cueva?

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Hace unos días, la Cámara de Diputados belga aprobó una resolución que insta al Gobierno a protestar oficialmente ante la Santa Sede por las inaceptables palabras de Benedicto XVI sobre el sida y los preservativos.

La resolución ha causado estupor en el Vaticano. Paralelamente, el representante vaticano en la ONU acaba de denunciar que, a nivel mundial, los cristianos son el grupo religioso más discriminado: «Existen unos 200 millones de cristianos, de una confesión o de otra, que se encuentran en situaciones de dificultad propiciadas por estructuras legales».

Congreso de los Diputados (España)En fin, en la última reunión en Viena de la OSCE se organizó una sesión dedicada a las vulneraciones de la libertad religiosa de los cristianos. En ella, se concluyó: «Los ejemplos que se han expuesto demuestran que las discriminaciones contra los cristianos no sólo se verifican en los países en que son una minoría, sino también en aquellos países en los que representan una mayoría». Al ponderar estos datos, un colega estadounidense me comentaba: «El acoso y la hostilidad hacia los cristianos parece ser hoy el nuevo antisemitismo de los radicales».

¿Cuáles son las raíces de esa hostilidad ideológica anti-cristiana que, según Gudrun Kugle, «parece haberse convertido en el último prejuicio socialmente aceptable en Europa?» En mi opinión, algunos sectores de Occidente postulan una vuelta atrás en la Historia, que nos devuelve a fases superadas de la cuestión religiosa.

Cuando, por ejemplo, John Kennedy empezó, en 1960, su campaña presidencial no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía –y en parte se confirmó– es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una «ominosa corriente de rencor subterráneo». Lo que podría llamarse la ofensiva del macarthysmo religioso, que suele ver imposible la pacífica convivencia entre las Iglesias y los Estados. Algo así como si fueran dos osos en la misma guarida.

Esta posición olvida que los valores de una sociedad proceden de sus miembros, y los que la orientan en una u otra dirección se originan no sólo en las estructuras estatales, sino también, entre otros, en los medios de comunicación, en el mundo de los negocios, en los partidos políticos y en las Iglesias. El problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. Debería transformarse –dicen– en custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados nuevos valores emergentes) y que le confiere poderes ilimitados.

Esta visión recuerda al Estado teocrático, pero en nueva versión ideocrática. Es como si abrazara una nueva religión –sin Dios, sin ritual y sin vida después de la muerte– que tiende a colonizar el desierto que dejó el Estado teocrático. Hoy ya se habla del tic idolátrico del Estado, una variante de la pretensión del emperador en los tiempos de Roma o de la sacralización del poder en el medievo. Al ser muchas Iglesias –entre ellas, la católica– contrarias a toda forma de idolatría, el conflicto está servido.

Dado que la opinión pública en las democracias es una mezcla de sensibilidad para ciertos males y de insensibilidad para otros, alguien debe despertar la sensibilidad dormida y alertar acerca de estos últimos. Ésta es la misión de las Iglesias. Sucede, sin embargo, que el Estado ideocrático tiende al paternalismo al intentar proteger al ciudadano de toda alerta espiritual que despierte a las sensibilidades dormidas, precisamente porque ese influjo le parece corrosivo de la libertad.

Coincido con Rhonheimer cuando describe esta postura como un juego político que no acepta lo típico de la sociedad abierta: la existencia de razonables fuerzas discrepantes. Así como el fundamentalista religioso quiere hacer siempre la voluntad de Dios, lo quiera Dios o no lo quiera, el fundamentalista laico lleva decenios proclamando la muerte de Dios, mientras éste parece gozar de buena salud en la vida de millones de ciudadanos.

Ocurre, además, que tomas de postura confesionales que aparentemente chocan con posiciones políticamente correctas, acaban siendo con alguna frecuencia tan correctas como ellas. Pensemos, por ejemplo, en lo dicho por Benedicto XVI sobre el preservativo. En realidad, coincide con Shannon L. Hader, Directora del programa sobre el sida en Washington D.C., que acaba de informar de que, en este distrito, un 3% de los habitantes está infectado por el VIH, lo que supone una «generalizada y severa» epidemia.

Su conclusión: «Nuestra tasa es superior a la de África Occidental». Y eso que en Washington se han distribuido gratuitamente durante 2008 casi dos millones de condones. No parece que baste el preservativo para detener la infección, que es precisamente lo dicho por el Papa Ratzinger.

En síntesis: conviene reafirmar a las Iglesias en el esfuerzo de redescubrir su misión socioespiritual en un mercado libre de opiniones. Un mercado libre del que el Estado es simplemente custodio, no amo y señor. Desde luego, la vitalidad de los ciudadanos produce al Estado quebraderos de cabeza, pero sin ella las sociedades se transmutan en masas sin fisonomía propia. Un desastre para todos, incluido para los que gobiernan.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense (Madrid)

Fuente: Alfa y Omega, Madrid 18 de abril de 2009