Libertad Religiosa - Libertad y laicismo

El laicista, contra la laicidad

el . Publicado en Libertad y laicismo

Ratio: 5 / 5

Inicio activadoInicio activadoInicio activadoInicio activadoInicio activado
 

Con frecuencia, oímos decir: «El Estado español es laico». Algunas veces, alguien puntualiza: «El Estado español no es laico, sino aconfesional». Advertir que el Estado español es aconfesional pero no laico será necesario si, como ocurre, entre nosotros, la mayoría de las veces, cuando se emplea ese término, por laico se entiende laicista. Pero laico y laicidad admiten un sentido plenamente positivo para el que debieran quedar reservados estos términos. La laicidad, «entendida como autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado» (Nota Doctrinal, de 24.11.2002, de la Congregación para la Doctrina de la Fe). Y ya Pío XII hablaba de la «sana laicidad del Estado». La laicidad constituye una nota positiva, esencial al Estado democrático pluralista, cuyo reconocimiento ha sido resultado de un largo, doloroso y purificador proceso histórico, a través del cual, en el mundo occidental cristiano, el orden temporal conquista la autonomía que le es propia (Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 36). Es más: el Estado, podemos decir, es entitativamente laico, en cuanto, por exigencia de su propia naturaleza, la cosa-Estado no es sujeto posible de acto religioso alguno, es incompetente en cuestiones formalmente religiosas; y es laico también, por eso, en el sentido de lego, que ni entiende de, ni está, por lo mismo, legitimado para entender en asuntos (doctrinales, institucionales, etc.) específicamente religiosos.

El Estado es religiosamente neutro, como lo es cromáticamente el agua. Cabría hablar antes y más radicalmente de neutridad que de neutralidad religiosa. Pero esto no quiere decir que el Estado haya de desentenderse de lo religioso por completo. Al Estado le corresponde una indiscutible competencia sobre las manifestaciones sociales, en cuanto tales, de lo religioso en atención a las exigencias del orden público y, en general, del bien común. Sobre todo incumbe al Estado garantizar la libertad religiosa y, en general, la de conciencia. Hasta tal punto es esto así que, en efecto, la laicidad ha de entenderse ante todo como condición y garantía del efectivo ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Para asegurar esta igualdad, la laicidad, que es respeto a la pluralidad de opciones ante lo religioso, se traduce necesariamente en neutralidad (de cuantos ejercen el poder público) respecto de todas ellas, neutralidad que, a su vez, exige y supone la aconfesionalidad. Pero el Estado ha de ser neutral no ante la libertad religiosa misma –en cuya defensa y promoción, al igual que en el caso de las demás libertades públicas, ha de estar positivamente comprometido–, sino respecto de las diversas opciones particulares que ante lo religioso, y en uso de esa libertad, pueden los ciudadanos adoptar. Entre esas opciones está la negativa de quienes sostienen que lo religioso debe desaparecer absolutamente o, en todo caso, quedar expulsado del ámbito público. (Es ésta la opción a la que convendría reservar en exclusiva el término de laicista. En cuanto al término laicismo, parece que ha de seguir todavía cargado con un sentido positivo y otro negativo, de modo que habrá de ser el contexto el que determine cuál de ellos, en cada caso, se le confiere, salvo que inventemos uno para el positivo: ¿laicidadismo?)

La opción laicista no, por ser negativa, deja de ser particular ni puede, por tanto, identificarse con la postura general propia de la neutralidad por la que el Estado ha de abstenerse de hacer suya, oficial o estatal, cualquiera de las particulares opciones ante lo religioso (incluida, por supuesto, la particular opción laicista). La neutralidad religiosa del Estado supone una negatividad por abstención ante cualquier opción particular respecto de lo religioso. La negatividad propia de la opción laicista es, en cambio, la negatividad por positiva negación de cualquier opción religiosa positiva. El sofisma o, como se ha dicho, el truco del laicista supone presentar la negatividad propia de su particular opción –negación, en todo caso, de la legitimidad de la presencia pública de todas las opciones religiosamente positivas– como si fuera la propia de la actitud general de neutralidad religiosa que debe guardar el Estado. Pero, evidentemente, no es lo mismo abstenerse de asumir como propia cualquiera de las opciones particulares ante lo religioso que estar contra todas las religiosamente positivas. No es lo mismo no-profesar-religión-alguna que profesar-la-no-religión. Un Estado que asuma como propia la opción particular laicista, la convierte en confesión estatal, con lo cual pierde su aconfesionalidad, su neutralidad y su laicidad. Paradójicamente, el Estado laicista no es un Estado laico, puesto que no sería aconfesional, no sería religiosamente neutral.

Obviamente, la aconfesionalidad, la laicidad, del Estado, lo es de éste y no puede transferirse a los ciudadanos ni a instituciones que no son parte constitutiva esencial del Estado mismo. El Estado aconfesional no es un Rey Midas que convierta en laico cuanto toque, por ejemplo con prestaciones o subvenciones públicas en el ámbito cultural o educativo. Esas prestaciones públicas tienen su finalidad, razón de ser y justificación en hacer posible y fomentar el ejercicio de las libertades públicas. Incurrirá, por tanto, en abierta contradicción con esa misma finalidad quien pretenda que los beneficiarios de esas prestaciones, y sólo por el hecho de que sean públicas, renuncien, en contrapartida, al ejercicio de sus libertades. Así, el hecho de que el titular de los centros educativos públicos sea el poder público, obligado a la neutralidad religiosa, no supone que quienes a ellos acuden (alumnos, padres) hayan de guardar esa misma neutralidad y ver así imposibilitado o restringido el ejercicio de sus libertades ciudadanas, incluida la religiosa. ¿Quién se atreverá a sostener que quienes acuden a las escuelas públicas, alumnos y padres, han de ver, simplemente por esto, restringidos sus derechos o disminuidas las posibilidades de ejercerlos? De la neutralidad religiosa del Estado no se deduce que en los centros públicos no puedan recibir una enseñanza religiosa confesional quienes libremente opten por ella. Ni puede extraerse, sin más, de la laicidad del Estado la exigencia de que no haya símbolos religiosos en las escuelas públicas. La decisión al respecto corresponde a los ciudadanos que allí concurren, los padres fundamentalmente y, en su caso, los alumnos, en ejercicio dialogal de su libertad religiosa y de enseñanza.

Lo estatal y lo público

Algunos laicistas ponen gran empeño en que no se les tenga por antirreligiosos. No pretenden eliminar la religión, sino reducirla al ámbito de lo estrictamente privado. El laicista da por supuesta la íntegra identificación de lo público y lo estatal. Y puesto que lo religioso ha de quedar situado fuera del espacio de lo estatal, el laicista concluye que lo religioso tiene que quedar fuera por completo del espacio público y relegado, por tanto, al de lo estrictamente privado. Pero es evidente su error de partida. Lo público no se agota en lo estatal. Todo lo estatal es público, pero no todo lo público es estatal. Son múltiples las realidades públicas que no son estatales. Negar esto último es negar la distinción misma entre Estado y sociedad, es adscribirse a una concepción totalitaria del Estado. Laicistas hay, justo es reconocerlo, que admiten la legitimidad de la presencia de las diversas opciones religiosas en el ámbito de lo público-social. De donde éstas han de quedar excluidas, por definición, es del espacio de lo público-común, que es precisamente el que ellos identifican con el de lo público-estatal.

Lo común a todos, los valores compartidos por todos, las exigencias aceptadas por todos y susceptibles de ser impuestas a todos los integrantes del pueblo (laos), eso es lo propio del pueblo (lo laico) y con esto es con lo que el Estado laico se identifica. Entre las exigencias de lo común ocupa lugar preeminente justo el respeto a las diferencias cuyo cultivo no impida el de las demás legítimas. Correcto. Ahora bien: aun para este suave laicista, la formación ciudadana en lo común exige mantener fuera del ámbito escolar todas las opciones particulares de sentido, entre ellas, las religiosas (no por religiosas, sino por particulares). Da así el laicista por supuesto –le falta probarlo– que esa formación ciudadana en lo común es incompatible con cualquier inspiración particular. Esa formación ha de ser, por definición, laica. La Escuela, por eso, ha de ser laica, y de que lo sea sólo el Estado puede ser garante, al margen y aun en contra de la sociedad, de los padres. Para este laicista la Escuela no es una institución social de la que el Estado ha de cuidar, sino un elemento constitutivo del Estado mismo, de la Res-publica. El Estado sería el único Maestro universal de ciudadanía. Pero propugnar esto –que es tanto como querer imponer la escuela única, pública (para ellos, sólo aquella de la que es titular el poder público) y laica, ¿les suena?– es algo peor que un paternalismo trasnochado. Es puro estatismo educativo totalitario, incompatible con un sistema democrático pluralista, de libertades. En efecto, pueden darse particulares opciones religiosas positivas que entren en pugna con principios y preceptos constitucionales; pero sin duda alguna no resulta conciliable con ellos una opción ante lo religioso que, como la del laicista, aun la del más atenuado, entraña la pretensión de restringir gravemente la libertad religiosa de los demás.