El 28 de febrero de 2006, el Parlamento argelino aprobó una ley prohibiendo la práctica de cualquier culto distinto del musulmán fuera de los recintos autorizados. Dos años después, esta norma no es sólo el instrumento al que está recurriendo el Gobierno en sus relaciones con los credos; es sobre todo el síntoma de que, en el fragor de la lucha contra el yihadismo, en Argelia se está sacrificando, además de otras libertades, también la religiosa. La estrategia del Gobierno consiste en abrir un doble frente con los terroristas: si por un lado los combate con una contundencia poco respetuosa con las garantías judiciales y los derechos humanos, por otro les disputa la iniciativa para conservar, o reforzar, el carácter musulmán de la sociedad argelina.
Es dudoso que el camino emprendido pueda llevar a algo diferente de lo que se ha visto en los últimos meses, en los que se han producido mortíferos atentados en algunas de las zonas más protegidas del país. Los extremistas no han tomado en consideración las medidas del Gobierno a favor del credo musulmán, salvo para reafirmarse en la idea de que, según predican sus doctrinas, la fe religiosa es más importante en el debate político que la situación de miseria que convierte a miles de argelinos en harragas, en jóvenes desesperanzados y dispuestos a emigrar. Y la otra cara de la moneda es, en efecto, el retroceso de la libertad religiosa, que ha empezado a afectar a los evangelistas y a la Iglesia católica, según han puesto de manifiesto el obispo de Orán y el arzobispo de Argel. Cualquier competición con los yihadistas para dirimir quién es el más determinado defensor del islam es introducirse voluntariamente en la boca del lobo: por más iniciativas que adopte el poder político, los yihadistas siempre estarán dispuestos a llegar infinitamente más lejos.
De proseguir con esta estrategia, el Gobierno argelino corre el riesgo de deteriorar su posición tanto dentro como fuera del país. Cualquier confusión entre el debate teológico y el político es una victoria que se concede a los yihadistas. Además, la mayor parte de los países a los que ha recurrido la jerarquía católica en Argelia, a través de las embajadas, ha empezado a mostrar su preocupación por la multiplicación de noticias que, en algunos casos, han tardado semanas en conocerse. Eso podría colocar al Gobierno de Argel en una posición más que inconfortable, puesto que le obliga a enfrentarse a una irresoluble contradicción. Mientras exige respeto a la fe de sus numerosos emigrantes en Europa y el resto del mundo, en su propio país establece trabas para cualquier credo que no sea el musulmán, algo que están padeciendo de manera especial evangelistas y católicos.
En cualquier caso, sería conveniente aclarar los términos de lo que está en juego, que no es sólo la suerte de los fieles de las religiones distintas al islam que viven en Argelia. Se trata, en primer término, de una estrategia de dudosa eficacia en la lucha contra el terror yihadista, puesto que le concede la posibilidad de definir los problemas de la manera más conveniente a su proyecto político. Pero, en segundo lugar, es preciso deshacer cualquier equívoco acerca de lo que se está defendiendo al reprochar al Gobierno argelino la "presión" -según el término utilizado por el arzobispo de Argel- sobre la comunidad católica. Lo que se defiende no es esta religión en concreto, sino el derecho de los argelinos, y por supuesto de los extranjeros residentes en Argelia, a profesar la religión que deseen.
No son motivos teológicos los que hacen mirar estos hechos con inquietud; son motivos políticos, relacionados con la situación de las libertades en Argelia.
Fuente: Diario El País, Madrid 27 de febrero de 2008