A su excelencia profesora
Mary Ann Glendon
Presidenta de la Academia pontificia de ciencias sociales
Me complace saludarla a usted y a los miembros de la Academia pontificia de ciencias sociales con ocasión de su decimoséptima sesión plenaria sobre el tema: «Derechos universales en un mundo diversificado. La cuestión de la libertad religiosa».
Como he observado en varias ocasiones, las raíces de la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la que dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando la libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente, de las que muchos pueblos disfrutan hoy. Debido sobre todo a su negación sistemática por parte de los regímenes ateos del siglo XX, estas libertades fueron reconocidas y consagradas por la comunidad internacional en la Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. Hoy estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por actitudes e ideologías que impedirían la libre expresión religiosa. En consecuencia, en nuestros días se debe afrontar una vez más el desafío de defender y promover el derecho a la libertad de religión y a la libertad de culto. Por esta razón, doy las gracias a la Academia por su contribución a este debate.
El anhelo de verdad y de sentido y la apertura a lo trascendente están profundamente inscritos en nuestra naturaleza humana. Nuestra naturaleza nos impulsa a afrontar las cuestiones de máxima importancia para nuestra existencia. Hace muchos siglos, Tertuliano acuñó la expresión libertas religionis (cf. Apologeticum, 24, 6). Subrayó que a Dios se le debe adorar libremente, y que en la naturaleza de la religión está el no admitir coerciones, «nec religionis est cogere religionem» (Ad Scapulam, 2, 2). Dado que el hombre goza de la capacidad de una elección libre y personal en la verdad, y dado que Dios espera del hombre una respuesta libre a su llamada, el derecho a la libertad religiosa debe considerarse como inherente a la dignidad fundamental de toda persona humana, en sintonía con la innata apertura del corazón humano a Dios. De hecho, la auténtica libertad de religión permitirá a la persona humana alcanzar su plenitud, contribuyendo así al bien común de la sociedad. El concilio Vaticano II, consciente de la evolución de la cultura y de la sociedad, propuso un renovado fundamento antropológico de la libertad religiosa. Los padres conciliares afirmaron de que todos los hombres «se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa» (Dignitatis humanae, 2). La verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32) y esta misma verdad debe descubrirse y asumirse libremente. El Concilio tuvo el cuidado de aclarar que esta libertad es un derecho del que cada persona goza naturalmente, y que, por lo tanto, también debe ser protegido y fomentado por la legislación civil.
Por supuesto, cada Estado tiene el derecho soberano de promulgar su propia legislación y de expresar diferentes actitudes hacia la religión en la ley. Por ello, hay algunos Estados que permiten una amplia libertad religiosa según nuestra interpretación de la palabra, mientras que otros la restringen por varias razones, entre ellas la desconfianza respecto a la propia religión. La Santa Sede sigue haciendo llamamientos para que todos los Estados reconozcan el derecho humano fundamental a la libertad religiosa, y los insta a respetar, y si fuera necesario, proteger a las minorías religiosas que, aunque vinculadas a una religión diferente de la de la mayoría que las rodea, aspiran a vivir con sus conciudadanos de modo pacífico y a participar plenamente en la vida civil y política de la nación, en beneficio de todos.
Por último, deseo expresar mi sincera esperanza de que en estos días vuestra pericia en los campos del derecho, de las ciencias políticas, de la sociología y de la economía converja para aportar nuevos puntos de vista sobre esta importante cuestión y, por tanto, produzca mucho fruto ahora y en el futuro. Durante este tiempo santo, invoco sobre vosotros la abundancia de la alegría y la paz de la Pascua, y de buen grado le imparto a usted, a monseñor Sánchez Sorondo y a todos los miembros de la Academia mi bendición apostólica.
Vaticano, 29 de abril de 2011