Recientemente en varias naciones se ha producido un intenso debate sobre el derecho a la educación. En efecto, parece como que la sociedad advierte con mayor claridad la importancia de la educación para la formación de las generaciones futuras, y por lo tanto, para la conformación de la sociedad en el futuro inmediato. Por ello se ha despertado un interés claro por parte de los poderes públicos por intervenir en la educación.
Es razonable que el Estado intervenga en la educación que se da en las escuelas, pero los poderes públicos no pueden olvidar que el papel principal en la educación corresponde a los padres de familia, no al Estado. Así lo señala la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en 1948: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” (art. 26,3). La Santa Sede, por su parte, ha expresado esta idea de un modo sintético al decir que “los padres, ya que han transmitido la vida a los hijos, son los primeros y principales educadores” (Congregación para la Educación Católica, Carta circular de la Congregación para la Educación Católica sobre la enseñanza de la religión en la escuela, n. 2).
El papel de los poderes públicos en la educación ha de ser garantizar los objetivos que la propia Declaración señala: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz” (Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, art. 26, 2). Se puede considerar que el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales aprobado por las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 desarrolla esta prescripción en su artículo 13, 1:
Artículo 13, 1: Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a la educación. Convienen en que la educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales. Convienen asimismo en que la educación debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos, y promover las actividades de las Naciones Unidas en pro del mantenimiento de la paz.
En el ejercicio de sus funciones, el Estado ha de comprobar que la educación cumple esos objetivos. Es un abuso del Estado que intente imponer doctrinas morales que vayan más allá de estos principios.
Enseñanza de las propias convicciones morales o religiosas
En la práctica los poderes públicos suelen dar indicaciones muy concretas sobre el contenido de la educación, como señalar el curriculum del sistema escolar, los planes de estudio y los programas de las materias que se cursan. Establecen también un sistema de inspección escolar que tiene el objetivo de comprobar que se dan los contenidos correspondientes a los programas aprobados.
Sin embargo, sería una injerencia indebida por parte del Estado si marcara el contenido de la enseñanza moral o religiosa que se imparte en las escuelas. Eso es algo que corresponde a los padres, no al Estado. En este campo su papel ha de ser negativo, en el sentido de comprobar que la enseñanza moral o religiosa que se imparte -escogida por los padres- cumple con los objetivos señalados en el artículo 26, 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Aún más, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 en su artículo 18, 4 señala que “los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Para mayor abundancia, el Protocolo adicional al Convenio para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de París, del 20 de marzo de 1952, indica:
Art. 2. Derecho a la instrucción. A nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas.
Últimamente en algunos Estados se pretende enseñar obligatoriamente los llamados derechos de tercera generación, como el derecho a la diversidad sexual, los derechos reproductivos y otros. Dejando de lado la cuestión de la pretendida existencia de tales derechos, se debe recordar que no aparecen en ninguna declaración de derechos fundamentales. Esos supuestos derechos inciden claramente en las convicciones morales que cada persona tiene. Es un abuso que el Estado imponga la enseñanza de unos derechos que ni siquiera están reconocidos, en violación del derecho que asiste a los padres de escoger la enseñanza moral que se imparte a sus hijos, el cual sí está reconocido en todas las declaraciones de derechos humanos.
Por lo tanto, los padres tienen el derecho a transmitir sus convicciones religiosas y morales a sus hijos, y esto no solo mediante la enseñanza religiosa en sus hogares o en las parroquias o centros de culto. Muchas veces los padres se asocian para fundar colegios conformes con sus convicciones. También la Iglesia Católica o las congregaciones religiosas ofrecen escuelas católicas en muchos lugares que responden al derecho de los padres que lo deseen a escoger enseñanza católica para sus hijos. De modo similar hacen otras confesiones religiosas.
Enseñanza en escuelas privadas
Los padres deben tener posibilidad de escoger para sus hijos la escuela que esté de acuerdo con sus convicciones religiosas o morales. No sería razonable pedir a los poderes públicos que ofrezcan todas las escuelas en todos los lugares, pero sí se puede exigir al Estado que no haga discriminaciones en la oferta educativa. De otro modo no se cumpliría con lo indicado en el art. 26, 3 de la Declaración Fundamental de los Derechos Humanos, ya citada: “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”. Ni tampoco con el art. 13,3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales:
Artículo 13,3: Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
No se entiende por ello que el Estado imponga criterios distintos a la libertad de elección de los padres para dar subvenciones o conciertos educativos, como es el domicilio de los alumnos. Con ese tipo de criterios se sustrae a los padres la libertad de educación. Esta actuación del Estado no se justifica por el hecho de que los criterios son objetivos: el ejercicio de un derecho no puede depender del domicilio. Dicho de otro modo, no es razonable que los vecinos de una calle tengan más derechos que los vecinos de la calle de enfrente.
Tampoco se entiende que el Estado introduzca enseñanzas obligatorias con contenido moral. Esto se está haciendo a veces en contra del deseo explícito de los padres. Es evidente que esta actuación constituye un abuso evidente de los poderes públicos.
Enseñanza privada frente a enseñanza pública
Existe la mentalidad de que el Estado debe favorecer a los centros escolares públicos. Esta actitud se debe considerar también un abuso: según el artículo 13,4 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, “nada de lo dispuesto en este artículo se interpretará como una restricción de la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, a condición de que se respeten los principios enunciados en el párrafo 1 y de que la educación dada en esas instituciones se ajuste a las normas mínimas que prescriba el Estado”. Esta prescripción debe incluir el reparto de fondos públicos, que debe hacerse por igual entre centros públicos y privados. Es evidente que preferir a los centros públicos de enseñanza en el reparto de recursos sin motivos objetivos, solo porque son públicos, es una restricción para los padres que prefieren otro tipo de enseñanza.
Quienes defienden esas actitudes dan la justificación de que los centros públicos garantizan mejor la neutralidad de la enseñanza porque el Estado lo garantiza en sus centros escolares. El problema de este razonamiento es que la función del Estado no es imponer la enseñanza neutra, sino garantizar que los padres puedan escoger en igualdad el tipo de enseñanza que deseen para sus hijos. Sería un grave abuso que el Estado impusiera a los padres la enseñanza neutra, y es también un abuso que la favoreciera. En este caso se haría depender un derecho de los padres de su capacidad económica: solo los padres con suficientes recursos pueden escoger la enseñanza que deseen para sus hijos. Es evidente la desigualdad que este sistema origina. Esto es independientemente del debate sobre la posibilidad de que haya verdadera enseñanza neutra.
Estos principios están conformes con la doctrina de la Iglesia: el Papa Pío XI afirmó que “en este punto es tan concorde el sentir común del género humano, que se pondrían en abierta contradicción con él cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la familia, pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación absoluto derecho” (Pío XI, Encíclica Divini illus magistri, n. 17). Y según declaró el Concilio Vaticano II, “es preciso que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es el de educar a los hijos, tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas. El poder público, a quien pertenece proteger y defender la libertad de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar distribuir las ayudas públicas de forma que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos” (declaración Gravissimum educationis, 6).