Me he referido en diversas ocasiones al drama de Asia Bibi, madre de familia pakistaní, encarcelada desde hace nueve años, en espera de la sentencia del Tribunal Supremo en la apelación contra su condena a muerte por delito de blasfemia. Hay tal presión en la calle por parte de los masivos grupos fundamentalistas que los jueces no se atreven a hacer pública su decisión que, según diversos indicios, sería absolutoria. En cualquier caso, las autoridades siguen haciendo caso omiso a las peticiones de asociaciones pro derechos humanos nacionales e internacionales para revisar la llamada “ley de la blasfemia”, desarrollada en varios artículos del código penal y sancionada con la pena capital, coherente a su modo con una República confesional islámica.
Le he recordado al leer que Irlanda reforma en referéndum –coincidente con la elección presidencial- el antiguo precepto de 1937 que consideraba delictivos y condenaba con multa, los ultrajes a la religión. De todos modos, como se ha señalado estos días, nunca se había sancionado jurídicamente a nadie por ese motivo desde el siglo XVIII. Sin embargo, el debate ha sido agrio. Si las autoridades eclesiásticas católicas y anglicanas aceptan la libertad religiosa y la libertad de expresión, para Amnesty Internacional y el consejo irlandés pro derechos cívicos, según un manifiesto conjunto, la libertad de expresión incluye el “derecho a discursos que desafíen o incluso ridiculicen ideas o instituciones”.
Dinamarca había ido por delante hace casi dos años: eliminó de su código penal el delito de ultraje a la religión, que condenaba a cuatro meses de prisión a quien insultare o se burlare públicamente de la doctrina o el culto de una comunidad religiosa legalmente reconocida. En 2006 se hicieron famosas las caricaturas de Mahoma publicadas en un medio de comunicación humorístico. Despertó la indignación de los musulmanes, prácticamente en todo el mundo, pero el dibujante no recibió sanción alguna. Como en otros lugares con mucha presencia islámica, los socialdemócratas se opusieron a la reforma penal, por entender que una democracia no se hace más fuerte por la autorización de quemar públicamente libros sagrados.
Las noticias de Dublín coinciden con la publicación, el pasado día 25, de la sentencia de una de las salas del Tribunal europeo de derechos humanos, que confirma la sanción impuesta a una ciudadana de Austria por menospreciar doctrinas religiosas, en este caso, la valoración negativa de un hecho de la vida de Mahoma: en torno a los cincuenta años tomó por esposa a una niña de seis, Aisha, aunque, según parece, no se habría consumado el matrimonio hasta que cumplió nueve. Los hechos sucedieron dentro de unos seminarios celebrados en 2009, con el título “Información básica sobre el Islam”. El relato terminaba con una pregunta insidiosa acerca de si se podía o no considerar acto pedófilo.
El Tribunal de Estrasburgo considera que la condena no supone violación de la libertad de expresión protegida por el artículo 10 del Convenio europeo sobre derechos humanos. Los jueces locales habrían valorado adecuadamente ese derecho en confrontación con la protección de sentimientos religiosos, dentro del objetivo global de preservar la paz religiosa en Austria, amenazada por un ataque abusivo hacia el profeta del Islam. Condenaron a la actora a una multa de 480 euros y a pagar las costas del procedimiento, a pesar de su insistencia en que todo se produjo dentro de un debate objetivo y libre que no se proponía difamar al Profeta. Desde su libertad de expresión, entiende que también los grupos religiosos deben tolerar incluso críticas severas.
El Tribunal admite que quienes manifiestan públicamente su religión, al amparo del artículo 9º de la Convención, no pueden esperar quedar exentos de críticas. Deben tolerar y aceptar la negación de sus creencias religiosas por parte de los demás. Pero si los ataques incitan a la intolerancia religiosa, un Estado puede considerarlos legítimamente incompatibles con el respeto de la libertad de pensamiento, conciencia y religión, y adoptar medidas restrictivas proporcionadas. Por su parte, los tribunales nacionales aplicarán esas normas teniendo en cuenta también la repercusión de los hechos en un momento histórico determinado.
Desde luego, a tenor de otras decisiones europeas que han legitimado el uso publicitario irreverente de imágenes de Jesús y María, se puede deducir que –frente al Islam- debe prevalecer la paz religiosa: se comprende a tenor de tantas reacciones violentas en los últimos años en diversos países de Europa. Pero todo debería ceder ante la profundización en una auténtica cultura democrática, que no excluye lógicamente la fuerza del derecho, aunque suele ser difícilmente aplicable en estos casos. Por supuesto, según una dilatada jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, defensor siempre del derecho a la libertad de información y expresión, ésta no incluye el “derecho al insulto”. Y en el ordenamiento español, salvo error por mi parte, no existe el delito de blasfemia desde 1988, aunque diversos preceptos intentan tutelar penalmente diversas manifestaciones reales de la libertad religiosa. Nunca es fácil conciliar derechos y libertades aparentemente contradictorios, pero la convivencia ciudadana pacífica puede decaer ante la expansión efímera de un postmarxismo bananero sin el vigor intelectual del antiteísmo soviético.