Desde que, en octubre de 1965, Pablo VI promulgara la declaración conciliar Nostra aetate, las muestras amistosas que la Iglesia católica ha prodigado al islam no han cesado. En aquel documento se exhortaba a que cristianos y musulmanes, olvidando desavenencias y enemistades del pasado, «procuren sinceramente una mutua comprensión, defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres». Desde entonces, la Iglesia no ha hecho sino promover un diálogo leal con los musulmanes.
Hace apenas un año, durante las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas en Colonia, en una alocución pronunciada ante los líderes de la comunidad musulmana en Alemania, Benedicto XVI se reafirmó en los «valores del respeto recíproco, de la solidaridad y de la paz», recordando que la vida de cada ser humano es sagrada, tanto para los cristianos como para los musulmanes. Execró entonces Benedicto XVI «las guerras emprendidas invocando, de una parte y de otra, el nombre de Dios, como si combatir al enemigo y matar al adversario pudiera agradarle». Y añadió: «El recuerdo de estos tristes acontecimientos debería llenarnos de vergüenza, sabiendo bien cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la religión. La lección del pasado ha de servirnos para evitar caer en los mismos errores. Nosotros queremos buscar las vías de la reconciliación y aprender a vivir respetando cada uno la identidad del otro. La defensa de la libertad religiosa, en este sentido, es un imperativo constante, y el respeto de las minorías una señal indiscutible de verdadera civilización».
También en Colonia, Benedicto XVI condenó a quienes, para envenenar las relaciones entre cristianos y musulmanes, recurren en nombre de la religión al terrorismo. El discutido discurso del Papa en Ratisbona (discutido por los miserables que no se dignaron leerlo, o por quienes pretendieron manipularlo alevosamente) no era sino un corolario natural de aquella alocución de Colonia. Dios -afirmó Benedicto XVI entonces-es «logos», razón creadora; por lo tanto, sólo el hombre que piensa y actúa de forma razonable puede llegar a conocerlo en plenitud. La cita de Manuel II Paleólogo que introdujo en aquel discurso no pretendía una descalificación del islam, sino de aquellos que actúan violentamente, tomando el nombre de Dios en vano y contrariando su verdadera naturaleza.
Benedicto XVI sabe perfectamente -y así lo había resaltado en su alocución de Colonia- que fanáticos que se han amparado en la religión para justificar sus desmanes han existido tanto entre cristianos como entre musulmanes; sabe también que los creyentes razonables, sean cristianos o musulmanes, tienen la obligación de transmitir un testimonio común sobre el sentido de la divinidad y sobre la dignidad inviolable de toda vida humana. La tarea es ardua, y el camino está lleno de abrojos; pero Benedicto XVI está dispuesto a emplear hasta el último depósito de su fortaleza física e intelectual en una empresa tan titánica como admirable.
Esa, y no otra, es la razón por la que ha mantenido su proyectado viaje a Turquía. Hubiese resultado mucho más sencillo suspenderlo, aplazarlo sine die, acoquinarse ante los ladridos de los fanáticos que pretenden acallar su voz. En su misión lo anima un Dios que es Logos, el mismo Dios «viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso» al que adoran los musulmanes. Sospecho que no hallará la interlocución mínima que exige la «mutua comprensión», entre otras razones porque el islam, a diferencia del cristianismo (que abandonó esta tentación hace ya varios siglos), es un sistema sociopolítico derivado de la politización de la religión y de la tentación de imponerse como dominio sobre las otras religiones. El refrán afirma que dos no discuten si uno no quiere; sospecho que, mientras el otro no quiera, tampoco podrán llegar a un mínimo entendimiento.
Por Juan Manuel Prada
Fuente: ABC, Madrid, 27 de noviembre de 2006