Recientemente Andreas Herren, portavoz de la FIFA, ha anunciado que se van a prohibir todo tipo de mensajes religiosos en los campos de fútbol porque pueden ofender los sentimientos de algunos espectadores. “Lo que para unos es valioso y sagrado, para otros es una provocación”, según Herren. Ha añadido: “Esa regulación es el método más sencillo de prevenir problemas en el fútbol”. Todos recordamos a la estrella brasileña Kaká, del Milan, mostrar una camiseta en la que se leía I belong to Jesus (pertenezco a Jesús), en la última final de la Champions League de Europa el 23 de mayo de este año. Además, es fácil ver a un jugador de fútbol santiguándose en el momento de entrar en el campo de juego, y el acto de santiguarse es un acto religioso bien explícito. A partir de ahora, los jugadores deberán tener cuidado para esconder los crucifijos o estrellas de David que porten pues pueden ser sancionados.
El fin de erradicar la violencia en el fútbol y en cualquier otro sector merece la pena dedicar todos los esfuerzos. Pero la medida que pretende adoptar la FIFA necesita un análisis.
Que se sepa, hasta ahora no ha habido ningún episodio de violencia en un partido de fútbol causado por un símbolo religioso, aunque en muchos partidos se ven decenas de ellos (acabo de aludir a un hecho tan común en los campos como es el de santiguarse o ver crucifijos en los jugadores). No se comprende que se argumente con la erradicación de la violencia, cuando es algo que no se ha dado. Los campos de fútbol son, lamentablemente, terrenos abonados para la violencia. El mero hecho de que en un estadio concurran dos aficiones es tan peligroso que a veces se toman las máximas medidas de seguridad. Hemos de recordar la desgraciada final de la Copa de Europa en el estadio Heysel de Bruselas el 29 de mayo de 1985 entre la Juventus y el Liverpool, en la que murieron 39 personas (34 de ellos aficionados italianos) por enfrentamiento de las dos hinchadas. Aparte de las medidas penales, los organismos deportivos sancionaron al Liverpool, pero a nadie se le ocurrió prohibir en los estadios los símbolos de las aficiones como camisetas, bufandas y banderas, y eso que seguro que molestan a la mitad del estadio y además hay antecedentes de que incitan a la violencia.
Si el partido es internacional, entran en juego consideraciones de orgullo nacional. En 1969 estalló una guerra entre Honduras y El Salvador (que ha pasado a la historia como la guerra del fútbol) después de un partido de fútbol entre ambas selecciones nacionales el 29 de junio. En la guerra (muy corta, por cierto: apenas duró seis días) murieron unas 4000 personas. Naturalmente, la FIFA no prohibió los partidos internacionales ni que se exhiban símbolos nacionales como banderas o himnos.
En el caso de la prohibición de los símbolos religiosos, lo que peligra es la libertad religiosa. La Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por las Naciones Unidas en 1948, en su artículo 18, garantiza todas las personas la “libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado”. Los poderes públicos y los organismos internacionales deben proteger el derecho de los creyentes a ejercer su libertad religiosa, que incluye la manifestación en público de las propias creencias. Y esto afecta a la FIFA en la medida en que regula un sector tan influyente en la sociedad actual como es el fútbol. No puede ocurrir que se garantice la libertad religiosa en toda la tierra menos en los campos de fútbol.
En realidad, si un jugador se santigua en el campo y alguien del público se molesta, el problema no está en el jugador sino en el espectador, que con su actitud manifiesta una grave intolerancia.
Así, si una persona manifiesta su opinión política y otro se molesta, los poderes públicos han de garantizarle al ciudadano que pueda manifestar su opinión: se debe proteger la libertad de expresión y perseguir al intolerante. Igualmente, si una persona desea ir a una ciudad y alguien se molesta por ello, los poderes públicos deben garantizar la libertad de circulación y castigar al intolerante. No se entiende por qué si una persona desea ejercer su libertad religiosa, se persiga al ciudadano creyente y se proteja al intolerante.
Naturalmente, los derechos humanos tienen límites, y entre ellos está el de la ofensa a los demás ciudadanos. El problema en este asunto está en que la FIFA considera ofensivo el mero hecho de exhibir un símbolo religioso. De este modo, se altera la presunción de inocencia: el creyente, por el mero hecho de manifestarse como tal, ofende e incita a la violencia. Solo le falta a la FIFA extender certificados de creyentes no violentos para que puedan jugar al fútbol.
Lo razonable es proceder del modo contrario: castigar a los violentos (creyentes o no) y solo a ellos. Perseguir los actos violentos (cometidos con ocasión de un símbolo religioso o de otro tipo) y solo esos actos. Si alguna vez -que hasta ahora no ha ocurrido, que se sepa- se comete un acto violento causado por un símbolo religioso ofensivo, se debe buscar al culpable y castigarlo, y si un ciudadano intolerante con los símbolos religiosos se molesta, se debe proteger el derecho fundamental de la libertad religiosa que incluye la manifestación pública de las propias creencias. Pero no se pueden poner bajo sospecha todos los símbolos religiosos por el mero hecho de que son religiosos. Eso es contrario a los derechos humanos más elementales.