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Moral pública

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La Conferencia Episcopal Española ha publicado un documento sobre el proyecto de nueva regulación del aborto, que lo despenaliza para convertirlo en un derecho, en el que lo critica y llega a afirmar que “ningún católico coherente con su fe podrá dar su voto a la ley”. La cosa es tan sencilla como que una institución tenga o no derecho a recordar a sus miembros cuáles son sus obligaciones. Un católico no puede votar a favor de la ley. Queda por ver lo que harán los católicos miembros de los partidos que promueven la reforma.

Hasta aquí, todo normal. El problema ha surgido con las reacciones, especialmente del Gobierno y su partido. Con ellas, traspasamos ya la frontera de la racionalidad para adentrarnos en los terrenos del sectarismo. El portavoz parlamentario del PSOE, José Antonio Alonso, ha proferido el más descabellado desatino: “La Conferencia Episcopal tiene que comprender que en el ámbito de lo público la única moral posible es la de la Constitución”.

Congreso de los Diputados. Madrid (España)En realidad, es Alonso quien debería comprender algunas cosas. Una vez más, la falaz monserga de la distinción entre moral pública y moral privada. Podemos hablar de moral en tres sentidos distintos: la moral de los sistemas filosóficos o religiosos; la moral social; y la moral de la convicción personal. Quizá el sentido más propio sea éste último, que no es incompatible con los otros dos, pues la conciencia rectamente formada puede derivarse de un sistema filosófico o religioso, o nutrirse de la moral vigente en la sociedad. Pero no hay nada en la vida pública que pueda imponerse a la conciencia en contra de ella.

La moral en sentido genuino coincide con lo que Alonso parece calificar como moral privada. No hay una moral pública y otra privada, sino una moral personal que actúa, también, en la vida pública. Y ni siquiera puede el Derecho decidir el contenido de la moral social, sino sólo acatarla en mayor o menor medida. Por lo demás, pretender que la Constitución entrañe la única moral pública posible, que se ha de imponer a todos, es un puro disparate totalitario.

La Constitución es una norma jurídica, no un código moral. Para continuar, puede fundamentarse en valores morales, pero entonces no es ella la que los fundamenta, sino la que se fundamenta en ellos. Ni la Constitución ni las leyes dirimen cuestiones morales. Y, para seguir, la mayoría de los valores y principios en los que se asienta nuestra Constitución, y que ella defiende, son cristianos.

Pero no acaba aquí el despropósito. Es que la propia Constitución, erigida por Alonso, en único criterio moral en la vida pública, consagra las libertades de expresión y opinión, la libertad religiosa y de conciencia, y la posibilidad (y necesidad) de criticar al Gobierno y a las leyes. Incluso, se ve a sí misma tan poco sagrada que prescinde de uno de los atributos de la divinidad: la inmutabilidad. Ella misma es modificable; por lo tanto, criticable. Incluso, por la Conferencia Episcopal. No vaya a suceder que haya quien defienda que, por ejemplo, los masones o los socialistas puedan gobernar, pero los católicos no puedan criticar al Gobierno. O que, por ejemplo, la Fundación Mujeres pueda legítimamente apoyar la legalización del aborto, y la Iglesia Católica no pueda oponerse a ella. O que, por ejemplo, la Federación de gays y lesbianas pueda apoyar el matrimonio entre personas del mismo sexo, y el Foro de la Familia, no pueda oponerse.

Todo parece indicar que el Gobierno y su partido, incapaces ya hasta de la más superficial relación con el pensamiento filosófico, lo que pretenden, en realidad, es sólo remover los obstáculos que aún se oponen a su hegemonía social. No les basta ya la obediencia. Aspiran al monopolio de la moral. Hay que obedecer, y, además, hacerlo por motivos morales. Se trata de imponer el relativismo moral, para implantar el absolutismo jurídico de la mayoría política, siempre que sea de izquierdas. En cuanto gobierna la derecha, se convierten al más rancio iusnaturalismo. Y la ministra Salgado completa el cuadro: “La Iglesia no sabe, como siempre, cuál es su lugar”. En el mejor de los casos, la reclusión en el templo; en el peor, las catacumbas. Y a esto llaman democracia y libertad.

Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho
Fuente: La Gaceta de los Negocios, Madrid 22 de junio de 2009

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