Fuente: Iuscanonicum.org.
Al hablar de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado es común describir al Estado como laico. Incluso se hacen esfuerzos por preservar la laicidad del Estado ante lo que se consideran ataques a esta característica. La definición del Estado como laico, sin embargo, requiere algunos matices.
Por laico en derecho canónico se entiende a la persona que vive en medio del mundo, y ejerce su vocación de santidad en las circunstancias ordinarias de la sociedad. La doctrina canonista antigua contrapone laico a clérigo o sacerdote. Naturalmente, la aplicación de este sentido de laico al Estado no tiene sentido, salvo que se use de modo metafórico.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española de 1992 definía laico, en su segunda acepción, como relativo a la escuela o enseñanza en que se prescinde de la instrucción religiosa. Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. Parece que quienes aplican el adjetivo de laico al Estado tienen en la mente esta última definición. El concepto de Estado laico se refiere, de modo propio, al Estado en que se prescinde de la enseñanza religiosa y, por extensión, al Estado independiente de toda influencia religiosa, tanto en su constitución como en sus individuos. Este uso extendido de la expresión Estado laico parece que es el que se suele emplear.
El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que sí son religiosas, pero no más.
Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que el Estado sea verdaderamente independiente de cualquier influencia religiosa. Consecuentemente, si es posible, los límites de la actuación del Estado en su relación con los individuos.
El Estado y la libertad religiosa
Naturalmente, la independencia del Estado de cualquier influencia religiosa se debe entender en el contexto del derecho a la libertad religiosa. La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2, 1 establece que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (...) religión». El artículo 18, además, indica que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.
Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión -y de otros derechos- se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.
La Iglesia Católica, por su parte reconoce el derecho a la libertad religiosa en la Declaración Dignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2:
Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos
Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia, pero su examen excede del objetivo de este artículo.
Ya se ve que el Estado debe garantizar, no reprimir ni menos aún obligar a recluir la religión al ámbito de lo privado. Cualquier prohibición -de hecho o de derecho- de las manifestaciones externas de la religión se debe considerar contraria a la letra de la Declaración de los Derechos Humanos. Como se ve, difícilmente se pueden justificar a la luz de la Declaración de los Derechos Humanos una actitud del Estado en que se prohíba el uso de signos distintivos de una religión, como el crucifijo o el velo en las mujeres musulmanas. También se pueden considerar protegidas por el derecho a la libertad religiosa otras manifestaciones, como la difusión de la propia religión ante otras personas, la propaganda siempre que sea respetuosa, o las manifestaciones colectivas como las procesiones, peregrinaciones y similares. El Estado que garantice a sus ciudadanos el ejercicio de la religión en todas sus manifestaciones sigue siendo, por ello, plenamente independiente de la influencia religiosa.
En cuanto al laicismo, dado que se ha de considerar una doctrina más, sería ilegítimo por parte del Estado su promoción indiscriminada. Ante el laicismo, como ante las diversas confesiones religiosas, la actitud del Estado ha de ser la de respeto e independencia. No puede el Estado asumir la defensa del laicismo de la sociedad como fin objetivo, ni en nombre del laicismo se puede reprimir el ejercicio de la religión.
Se puede admitir que el Estado sea laico -en sentido extenso, como hemos visto, se quiere decir que ese Estado es independiente de las confesiones religiosas- pero dado que se puede entender como que en ese Estado no es posible proceder a la instrucción religiosa -lo cual corresponde con la acepción propia de laico-, se ve que el uso del adjetivo laico al Estado es cuanto menos equívoco. Parece preferible usar otra expresión.
Y desde luego, a la luz de las fuentes citadas, no parece legítimo usar el carácter de laico del Estado -es decir, la independencia del Estado- para prohibir las manifestaciones religiosas. La única excepción son las manifestaciones religiosas contrarias al orden público, pero el orden público no se puede interpretar en sentido de restringir la libertad de los ciudadanos de manifestar su propia religión.
Igualmente, quien defiende posturas laicistas, por el respeto que todos los ciudadanos debemos a la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, ha de respetar las manifestaciones religiosas de los ciudadanos que sí profesen creencias religiosas. Sería contrario a la Declaración de Derechos Humanos prohibir tales manifestaciones, y demostraría ser un intolerante quien se extrañara de la creencia religiosa de otros. Peores actitudes demostraría quien insultara a un creyente por serlo, o ironizara sobre una doctrina religiosa. Entre estas actitudes tan innobles estaría quien manifestara incomodo porque alguien llevara un signo religioso o una vestidura religiosa, o acudiera a convocatorias de contenido religioso. Los ciudadanos con creencias religiosas tienen el derecho a que se les garantice el ejercicio de su creencia.