Para muchos, la objeción de conciencia es vista simplemente como un “no”. Una persona tiene unos principios, acepta unos valores, tiene su propia visión sobre la vida, sobre el hombre, sobre Dios. Desde esa visión, se siente obligada a decir “no” ante ciertas leyes, ante ciertos mandatos, ante una sociedad llena de injusticias.
Dirá “no”, por ejemplo, a la guerra, con todo el cúmulo de horror y de barbarie que se consigue a veces en nombre del “derecho”. O dirá “no” a colaborar con crímenes legales, como los que se dan en miles de abortos. O dirá “no” a participar en programas oficiales en los que se defienden ideas contrarias a la familia, a la dignidad de la mujer, al respeto hacia los niños. O dirá “no” al mantenimiento, a través de impuestos, de industrias estatales en las que se producen cada año armas dotadas de una enorme capacidad asesina.
Detrás de cada uno de esos “no” se esconde un “sí”. Porque quien dice no a la guerra está diciendo sí a la paz basada en el auténtico respeto a la justicia y a los derechos humanos. Quien dice no al aborto lo hace desde una actitud de profundo respeto y amor hacia cada nueva vida, hacia tantas miles de madres que necesitan apoyo, hacia los médicos que no pueden olvidar su vocación a servir a la vida. Quien dice no a programas educativos o propagandísticos contra los valores básicos de la sociedad dice un sí rotundo y sincero a la familia, a la mujer, a la protección de la infancia. Quien dice no al uso de los impuestos en actividades peligrosas para la vida o la salud de otros muestra su compromiso en favor de un mundo más seguro y menos amenazador.
Cada ser humano está llamado a buscar el bien, la justicia, la concordia, la paz. El estado también está llamado a defender y promover aquellos principios que respeten la dignidad de cada ser humano y la armonía social. Pero cuando un estado permite o impone leyes que implican graves injusticias, los ciudadanos deben sentirse llamado a recurrir al derecho de decir “no” a la maldad a través del recurso a la objeción de conciencia, para decir “sí” a la justicia que construye sociedades verdaderamente humanas.
No hablamos de situaciones hipotéticas, de casos extremos como los que se dieron en dictaduras macabras del siglo XX. Hoy son muchos los gobiernos y parlamentos que han llegado a legalizar el terrible delito del aborto. Otros ya han dado sus primeros pasos para permitir el crimen de la eutanasia. ¿Cómo no sentirnos llamados a oponer, ante tanta injusticia, nuestro profundo compromiso por el respeto a toda vida humana, sin discriminaciones?
Juan Pablo II lo decía con palabras valientes en la encíclica Evangelium vitae (n. 89): “El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción de conciencia ante el aborto provocado y la eutanasia. El «hacer morir» nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es, más bien, la negación de la profesión sanitaria, que debe ser un apasionado y tenaz «sí» a la vida”.
Frente a leyes inicuas, los hombres de buena voluntad tendrán el valor para vencer el mal con el bien. Aunque tengan que sufrir persecución, procesos judiciales o incluso cárceles. La grandeza de un ser humano no está en la sumisión servil al gobernante de turno cuando éste impone leyes asesinas. La grandeza de cada ser humano está en la capacidad indestructible de seguir su conciencia en la búsqueda del bien verdadero, en la posibilidad de decir un “no” rotundo a los defensores de crímenes miserables para decir un “sí” decidido al amor y a la justicia.