Libertad Religiosa - Cristianismo y doctrinas políticas

Vivir cristianamente en democracia

el . Publicado en Cristianismo y doctrinas políticas

Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 

Discurso pronunciado por Monseñor Fernando Sebastián como Conferencia Cuaresmal el 1 de marzo de 2007

Para poder vivir con paz en este mundo nuestro, tenemos que tratar de comprender los elementos esenciales de nuestra propia vida. No podemos disfrutar de nuestra condición de cristianos si no la conocemos suficientemente. Los laicistas querrían recluir la vida cristiana, la vida de los cristianos, al ámbito privado, como si la vida personal y la vida en familia pudiera estar inmunizada de las influencias del ambiente y del conjunto de la sociedad. Tanto si las aceptamos como si las rechazamos, los cristianos vivimos en este mundo, recibimos las influencias de todo lo que hay en la sociedad y nos sentimos también movidos y responsabilizados de influir en la vida de la sociedad, denunciando y eliminando los males y apoyando todas las cosas buenas vengan de donde vengan.

Para cumplir la recomendación cuaresmal tenemos que tener en cuenta la gravedad del conflicto cultural en que vivimos. Están enfrentadas dos maneras de entender la vida, uno de sus rasgos diferenciantes fundamentales es la valoración de la religión, vida humana con Dios o sin Dios. Esta es una cuestión capital. Y no solamente como una cuestión social o cultural, este conflicto se hace más agudo porque el gobierno y grandes fuerzas sociales son claramente beligerantes en favor de la implantación social de la concepción de la vida sin Dios.

Miembros responsables de la sociedad

No somos de este mundo pero vivimos en el mundo. Somos ciudadanos del cielo y conciudadanos de los santos, pero esta vida celestial tenemos que ejercerla penosamente en las condiciones terrenas de nuestra vida temporal. Esta es la complejidad y la riqueza de la vida cristiana, vivir en comunión con el Dios del Cielo mientras peleamos en este mundo, estar bien presentes en la tierra teniendo el corazón en el cielo, vivir intensamente en el hoy, cuando tenemos puesta la esperanza en el mañana de la vida eterna.

Para no confundir las cosas, tenemos que afirmar desde el principio la originalidad y las diferencias de la Iglesia respecto del resto de la sociedad. La Iglesia es la sociedad de los hijos de Dios en el mundo. Después de una larga preparación, comienza con la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. El es el Hijo de Dios hecho hombre, principio de la nueva humanidad, la humanidad de los hijos de Dios encabezados por El y santificados por el Espíritu Santo. La Iglesia «tiene su origen y su fundamento permanente en Cristo, sus miembros nos incorporamos libremente a ella por la fe y el bautismo y recibimos el don del Espíritu Santo, principio de renovación espiritual que nos dispone para actuar justamente en este mundo mientras caminamos en la presencia de Dios hacia la vida eterna. Ninguna otra institución tiene en la tierra medios ni fines semejantes.» (Orientaciones morales del Episcopado español, Madrid 2006, n. 45).

Los católicos nos sentimos hijos de Dios, llamados a la vida eterna, pero tenemos los pies en el suelo y sabemos que tenemos que afirmar nuestra fe, ejercitar nuestra esperanza y practicar diligentemente nuestra caridad en el contexto real y actual de nuestra vida terrestre. Así, en la vida de los cristianos se va haciendo poco a poco, penosamente, la reconciliación y el encuentro entre el Creador y las criaturas, entre el Padre celestial y la humanidad. Viviendo para Dios no nos alejamos del mundo, porque sabemos que el mundo es de Dios y Dios se ha vinculado definitivamente a nuestro mundo en la carne de su Hijo. Quien se acerca a Dios, se siente enviado al mundo con el mismo amor con el cual El vino y se entregó por nosotros. El cristianismo es la religión del hombre para Dios y porque antes Dios quiso vivir y morir para el bien del hombre.

De este modo los cristianos nos sentimos doblemente vinculados a nuestro mundo y a nuestros hermanos. Por nuestra condición humana y por la ley del amor nos sentimos vinculados a nuestro mundo, al bien de la sociedad concreta en que vivimos.

Los cristianos y la misma Iglesia, somos parte de la sociedad, estamos profundamente arraigados en ella por vínculos naturales y sobrenaturales, por múltiples vínculos de convivencia reforzados por el apremio del amor fraterno. El hecho de adorar a Dios y de vivir arraigados en Cristo no nos aleja del mundo sino que nos permite vivir más intensamente nuestras responsabilidades y ofrecer a nuestros conciudadanos los mismos dones sobrenaturales que nosotros hemos recibido y los abundantes bienes de orden cultural y social que se derivan de la iluminación de la fe y de la sanación espiritual que los dones del Espíritu Santo producen en nosotros. Si la razón humana es capaz de organizar la convivencia y elaborar modelos morales de vida y de comportamiento, la fe purifica y enriquece las capacidades naturales, ilumina la razón, purifica los deseos y fortalece la voluntad para percibir y practicar el bien en la vida personal y social.

No sólo los partidos políticos y las instituciones temporales pueden y deben enriquecer la vida de la sociedad. También la Iglesia y los cristianos en tanto que cristianos podemos y debemos ofrecer a la sociedad en que vivimos todos los bienes naturales y sobrenaturales que hemos recibido. Creer en Dios y vivir según su voluntad no es algo opcional de lo que podamos prescindir sin padecer graves privaciones y malograr nuestra existencia. Este es precisamente el error trágico del laicismo, pensar que el hombre encerrado en sí mismo, sin contar con Dios, puede alcanzar la plenitud de su existencia. Si estamos hechos para convivir con Dios, si somos algo más que el resultado de una evolución estrictamente mundana y material, los hombres no podemos llegar nunca a serlo totalmente sin reconocer a Dios como referencia absoluta y centro definitivo de nuestras aspiraciones. Por eso los cristianos, al sentirnos elegidos y enriquecidos por el conocimiento y el reconocimiento de Dios, nos sentimos obligados a ofrecer a nuestros conciudadanos esta fe que sostiene nuestra existencia y de la cual nacen convicciones y sentimientos que iluminan y fortalecen nuestra existencia también en las vicisitudes y obligaciones de nuestra vida social, cultural, económica y política. «No seríamos fieles a los dones recibidos, ni seríamos tampoco leales con nuestros conciudadanos, si no intentáramos enriquecer la vida social y la propia cultura con los bienes morales y culturales que nacen de una humanidad iluminada por la fe y enriquecida con los dones del Espíritu Santo» (ib. n.46).

«La fe no es un asunto privado» (ib. n.48). Quienes pretenden reducirla a la vida privada cometen dos equivocaciones. En primer lugar no se dan cuenta de que la fe en Dios es una decisión personal que afecta a la persona entera, en la comprensión de sí mismo y del mundo, en el proyecto y realización de todas sus acciones y realizaciones sociales. Por otra parte, esa distinción que a veces aceptamos sin discusión entre vida privada y vida pública no responde la realidad de nuestro ser. Nada en el hombre es del todo privado ni es únicamente público. Nuestras convicciones personales más íntimas condicionan la manera de manifestar y desarrollar nuestra vida en las relaciones con los demás. Lo que hacemos en la vida pública nace de lo que somos en el foro interior de nuestra conciencia, de nuestras convicciones, de nuestras aspiraciones más profundas y personales.

Por eso está plenamente justificado que nos preguntemos cómo podemos y debemos portarnos los cristianos en la vida pública, y más en concreto qué debemos hacer para vivir adecuadamente como cristianos en una sociedad democrática. Lo que ocurre a nuestro alrededor nos influye profundamente, influye en nuestras familias, nos facilita o nos perjudica vivir de acuerdo con nuestra fe y nuestras convicciones religiosas. De estas cuestiones queremos ocuparnos en esta tercera conferencia.

El servicio de la evangelización

A la hora de pensar en los servicios que los cristianos tenemos que hacer a la sociedad en la que vivimos, tendemos a pensar inmediatamente en servicios de orden material, valorando únicamente lo que la Iglesia hace en el orden de la educación de la asistencia a los enfermos o los necesitados de cualquier género. Que esta simplificación la hagan quienes no conocen ni valoran la fe como una riqueza de la existencia, puede ser explicable y excusable. Pero que esto mismo lo hagamos los mismos cristianos es un error imperdonable.

La Iglesia, y los cristianos como miembros suyos, estamos en este mundo, ante todo, para difundir el evangelio de Jesús, para ampliar y multiplicar su testimonio sobre la bondad de Dios, para ayudar a nuestros hermanos a descubrir la verdad y grandeza de nuestra existencia, tal como Dios nos la manifestó en Cristo, «para que su nombre sea santificado, para que venga su Reino, para que su voluntad se cumpla en la tierra como en el Cielo».

Con frecuencia se piensa que este anuncio del evangelio corresponde sólo a los Obispos y sacerdotes, a los religiosos y consagrados. Es cierto que todos tenemos nuestras responsabilidades y tareas específicas, pero tenemos que tener muy claro que el anuncio, la presentación de la Palabra de Dios como palabra de salvación, consiste en la presencia elocuente de Cristo en nuestro mundo, como Palabra de salvación, que se hace presente en el testimonio, en la vida y en la actuación de los cristianos en su conjunto. La Iglesia entera, todas las comunidades, todos las familias\r\n cristianas, todos los cristianos en su conjunto, arraigados en Cristo y vivificados por el Espíritu, somos la ampliación elocuente de la gran palabra de Dios al mundo que es Cristo.

Tenemos que cambiar muchas cosas en este servicio de la evangelización superando cualquier actitud de superioridad o de imposición. Sin condenar, sin juzgar ni menospreciar a nadie, nuestra misión es ofrecer humilde y amablemente, y con toda claridad, lo que hemos recibido, porque estamos seguros de que los demás también lo necesitan para vivir su vida adecuadamente, para ser felices, y porque además el Señor merece ser conocido y alabado por todos sus hermanos. Ese es el primer gesto de reconocimiento y alabanza que le debemos, la primera exigencia de nuestra gratitud. Evangelizar sin condenar, ofrecer sin humillar, éste tiene que ser el nuevo estilo.

Los derivados culturales de la fe

Junto con el anuncio de la bondad y de las promesas de Dios en Jesucristo, la Iglesia y los cristianos podemos ofrecer a nuestros conciudadanos muchos bienes de orden cultural, ya no directamente religiosos, que históricamente han nacido de la experiencia cristiana, como la valoración de la persona, el aprecio de la vida, la igualdad entre varón y mujer, el valor del trabajo, el respeto absoluto por la justicia, la unidad e igualdad de razas y pueblos, etc.

Aunque la vida cultural y política no es competencia directa de la Iglesia, nuestra fe clarifica los contenidos de la justicia y purifica la voluntad para servirla y respetarla. (Benedicto XVI en «Dios es amor»). Este servicio de la Iglesia ha tenido una importancia decisiva en la configuración de nuestro patrimonio cultural, social, jurídico y político. La misma democracia ha nacido y crecido en el humus cultural del cristianismo.

Una distinción fundamental

En este punto hemos de tener presente una distinción que es fundamental para ver con claridad en este asunto. La Iglesia en su conjunto, quienes la representan y tienen autoridad en ella, los cristianos en cuanto miembros de la Iglesia, tenemos que mantener una distancia en relación con los asuntos de este mundo, con todo lo que es obra de la razón, de las ciencias y técnicas, de la política. Los asuntos que forman parte de la vida racional y técnica del hombre y de la sociedad son competencia del hombre y de la sociedad en sus instituciones y actividades naturales. El mundo tiene una consistencia interior que no puede ser alterada al margen de su propia naturaleza. Esta es la verdadera secularidad del mundo. En este terreno la Iglesia no tiene competencia especial. Su misión es religiosa y moral. Otra cosa es que la moral derivada de la fe en Dios, cuando se cree desde el fondo del corazón, influya realmente en la manera de ver y hacer todas las cosas. Anunciando el Reino de Dios la Iglesia trabaja indirectamente en favor de la libertad, de la solidaridad, del desarrollo y de la convivencia. La fe ilumina y humaniza todas los ámbitos de la vida personal, familiar y social, nacional e internacional (ib. nn.48 y 49).

Responsabilidad social y política de los laicos cristianos

Los fieles cristianos, en la medida en que forman parte de la sociedad terrestre, tienen que colaborar con todos los demás ciudadanos en la noble tarea de construir la ciudad terrestre de la manera más justa posible, buscando continuamente fórmulas de convivencia y de colaboración en la verdad, la libertad y la justicia. Esta es la doctrina ampliamente enseñada en la Iglesia por el Concilio Vaticano y por múltiples documentos de los Papas y de los Obispos. En España la Conferencia Episcopal publico en 1986 un documento sobre este punto, «Católicos en la vida pública», que tiene hoy plena actualidad.

Los laicos, como ciudadanos de la sociedad secular, en plenitud de sus derechos y obligaciones, tienen preferentemente la tarea de hacer valer las normas nacidas de la recta razón, de la fe y del amor cristiano en las relaciones y actividades de la vida secular. Los laicos cristianos tienen «el deber inmediato de actuar en favor de un orden más justo en la sociedad». La caridad tiene que animar toda la vida de los fieles cristianos y por tanto también sus actuaciones políticas, en forma de lo que se llama «caridad social». Su misión es «configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y colaborando con los otros ciudadanos, según las respectivas competencias y baso su propia responsabilidad (ib. n. 29).

Con frecuencia, cuando los cristianos criticamos una ley o proponemos un proyecto, nos dicen que queremos imponer a la sociedad nuestras propias convicciones de moral, como hacíamos en los tiempos del Estado confesional y de la Iglesia impositiva. La respuesta es clara. Primero que nosotros no queremos imponer nada, simplemente proponemos nuestras ideas como las demás, porque las consideramos buenas para todos. Reclamamos solamente la posibilidad de que nuestras ideas sean conocidas y lleguen a ser aceptadas como cualquier otra si por los procedimientos previstos alcanzan la mayoría y la aceptación requerida.

Por otra parte, la moral cristiana no es una moral ajena a la naturaleza humana, no es algo arbitrario y añadido a la vida y a la conciencia humana normal. En su mayor parte, la conciencia cristiana es simplemente la moral común, fundada en la naturaleza humana, al alcance de la razón, refrendada por la tradición humana, iluminada y fortalecida por la fe. La fe no nos trae una visión sobreañadida, artificial, y por tanto perturbadora y prescindible. Sino que es la misma moral humana, fundada en la misma naturaleza, conocida por la razón común, clarificada por la fe y la tradición cristiana, fortalecida por los dones y a las ayudas del espíritu. Otra cuestión es si la moral cristiana tiene algún contenido específico no perceptible por la sola razón al margen de la revelación divina. Algunos moralistas dicen que no. Pero no parece una opinión bien fundada teológicamente. En profunda sintonía con lo natural, la gracia desborda la naturaleza, no sólo teóricamente sino también en el orden práctico, en la manifestación del amor a Dios y al prójimo, como por ejemplo la abnegación martirial y ascética, el amor a los enemigos, el perdonar setenta veces siete, etc. La constitución de un patrimonio moral social, dinámicamente entendido, con la aportación cristiana, en colaboración con el ejercicio de la recta razón de todos los conciudadanos es aceptable como base moral de la vida política, pero no como sustitutivo de la moral eclesial tradicional y plena. La Iglesia no puede por qué concordar su patrimonio con nadie ni someterlo a nadie.

Con una plataforma común

«La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con intereses personales» «La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de establecer la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede desentenderse de las exigencias de la caridad en el mundo. Tampoco puede quedarse al margen de la lucha por la justicia. Tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.» (Benedicto XVI, Dios es amor, n.28).

«La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con intereses personales» «La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de establecer la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede desentenderse de las exigencias de la caridad en el mundo. Tampoco puede quedarse al margen de la lucha por la justicia. Tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.» (Benedicto XVI, Dios es amor, n.28).

En sus juicios y actuaciones sociales, los cristianos tenemos con los demás la plataforma común del reconocimiento de la dignidad y los derechos de la persona en la medida en que son conocidos por la recta razón y forman parte del patrimonio cultural y moral de la sociedad. La iluminación de la fe y del amor cristiano no entran en conflicto con este patrimonio racional y común, pues razón y fe son vías armoniosas y complementarias de conocer la misma realidad y en mismo ser de la persona en todas sus dimensiones. La profunda armonía entre fe y razón, arraigadas en la mente y en la voluntad del mismo y único Dios, hacen posible la colaboración sincera y paciente entre cristianos y no cristianos. Quien sigue las luces de la recta razón se acerca a la fe, quien vive la fe sinceramente asume con facilidad las verdades adquiridas social y históricamente por mediante el ejercicio de la razón.

Aunque a veces nos acusen de lo contrario, la intervención de los cristianos en política no tiende a imponer a los demás la fe o las obligaciones de la moral cristiana, sino en favorecer el bien común de todos, en libertad y justicia, tal como es patrimonio de la sociedad con la iluminación y la purificación, la rectitud y perseverancia que la vida cristiana aporta a quien la vive sinceramente.

Esta intervención de los cristianos en la vida pública se puede y se debe hacer en muchos órdenes y de diferentes maneras.

Se puede hacer de forma personal o asociada. En la vida ordinaria, por el sistema del boca a boca, familia, amigos, tertulias, si sabemos responder, si tenemos el valor de replicar amablemente y serenamente podemos hacer valer la opinión cristiana sobre muchos acontecimientos y prácticas en muchos asuntos. Estamos pecando de demasiado silencio, de demasiadas condescendencias.

Diversos planos

Esta intervención e influencia de los cristianos en la vida social se puede desarrollar en

-el plano de las actividades profesionales, médicos, abogados, jueces, periodistas, profesores. Hay que saber en qué mundo vivimos y saber replicar serenamente con argumentos sólidos defendiendo los puntos de vista cristianos de acuerdo con la ley natural. Este es un elemento fundamental para la identidad de los cristianos y el vigor espiritual de la Iglesia. Los perfiles de la Iglesia se desdibujan si los cristianos no se diferencian por el ejercicio de la caridad en su vida profesional. En muchos casos puede resultar obligatoria la objeción de conciencia, médicos, farmacéuticos, abogados, constructores, políticos, funcionarios, etc.

-especial importancia tiene lo que podamos hacer mediante actuaciones que influyen directamente en la opinión pública, en las tendencias culturales, estudios, investigaciones, publicaciones, declaraciones, cartas al director, favorecer unos medios u otros, etc., etc.

El ejercicio del voto

La participación más común de los cristianos en la vida política consiste en el ejercicio del derecho a votar. ¿Cómo votar en unas elecciones en las que ningún partido asume enteramente las enseñanzas del evangelio ni de la moral católica? Los católicos sabemos que en la sociedad actual es muy difícil que el programa político de un partido coincida en todo con la moral católica, ni siquiera con lo que se podría esperar de un gobernante católico que quisiera en todo atenerse a las directrices de una recta conciencia. Dos cosas quiero señalar. La primera es decir que los católicos, como todos los ciudadanos, antes de votar valoramos las propuestas de los partidos en muchos elementos contingentes y opinables acerca de cómo resolver los múltiples problemas temporales de la convivencia. Pero en esta valoración es necesario que valoremos también de manera especial los aspectos y las consecuencias morales de la ideología, los programas y las actuaciones conocidas de los diferentes partidos en asuntos como la educación religiosa, el apoyo al matrimonio y a la familia, el respeto a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la protección de la seguridad, la paz social y la convivencia, la atención y solidaridad con los pobres y necesitados, emigrantes, enfermos, tercer mundo, además de todos los demás elementos que integran el bien común actual de nuestra sociedad.

«Es preciso afrontar con determinación y claridad de propósitos el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social» (Benedicto XVI, Discurso al IVº Congreso Nacional de la Iglesia de Italia, Verona, 19 de octubre de 2006). ¿Podemos los católicos apoyar con nuestro voto a un partido que ha eliminado la figura del matrimonio de nuestra legislación civil y está preparando el ambiente para legalizar la eutanasia?

En el momento actual, los católicos, además de pensar en los elementos de orden material y social que podemos esperar de la buena acción de los gobiernos, para votar responsablemente y según nuestra conciencia y nuestras obligaciones como católicos, tendríamos que preguntarnos cómo se sitúa cada partido y cada político en relación con la ley natural y la ley de Dios en asuntos tan importantes como:

-el respeto a la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural;

-la visión del matrimonio y de la familia, la protección legal de la familia, desde las políticas de la vivienda, la compatibilidad del trabajo exterior con las obligaciones de la familia, las ayudas para la crianza y educación de los hijos, el reconocimiento del trabajo de la mujer en la casa como una actividad de alto interés social, etc.

-en todo lo referente a la educación de los niños y jóvenes, desde el derecho a la elección de centro, la formación religiosa en la escuela pública, la ayuda a la creación y mantenimiento de centros de enseñanza no estatales en igualdad de condiciones, el clima educativo general en materias morales, la lucha contra las drogas, contra la promiscuidad sexual, el apoyo a una buena educación de niños y jóvenes, etc.

-la actitud ante los temas de convivencia general y pacífica, la seguridad de los ciudadanos, la lucha efectiva contra el terrorismo, la justicia y la solidaridad entre todos los pueblos de España.

Los católicos tendríamos que aprender también a hacer valer nuestro voto mediante la presencia de nuestros puntos de vista en la opinión pública y la cohesión de nuestros votos exigiendo garantías de los candidatos sobre aquellos puntos que nos interesan a todos. La dispersión y la falta de unidad hace que los políticos no nos tengan en cuenta y no acepten nuestros puntos de vista. Es verdad que la Iglesia nos reconoce la libertad de opinar en política y la libertad de voto, pero tiene que ser nuestra conciencia la que nos mueva a votar teniendo en cuenta las dimensiones morales de la cuestión, apoyando a aquellos partidos que más se acerquen a las exigencias de una conciencia católica. Aunque la fe cristiana no se identifique con ningún partido, tampoco los cristianos podemos ser indiferentes o neutrales. Estamos más cerca de los que más se acercan a la concepción cristiana de la vida y menos agresivos son contra la moral natural y cristiana.

La intervención de los cristianos en los diferentes partidos políticos

Aunque los partidos no sean confesionales ni estén del todo de acuerdo con las exigencias morales del cristianismo, los cristianos pueden participar en ellos, con tal de que tengan la libertad de ser críticos y confesantes en aquellos puntos que tienen conexión clara y directa con las propuestas y normas de la moral natural y cristiana. Los cristianos pueden militar libremente en los partidos que mejor les parezca en función de su servicio al bien común. Pero es evidente que a la hora de juzgar la capacidad de un partido para servir al bien común, el cristiano tiene que mirar mucho cómo se comporta el partido que quiere elegir en los puntos más directamente relacionados con los aspectos morales de la vida social, tal como hemos señalado al hablar del voto.

En el caso de la participación activo en un partido, el cristiano tiene que exigir al menos plena libertad para disentir y manifestar sus puntos de vista en cualquier punto que se discuta y la libertad de conciencia y de actuación necesaria para no verse obligado a apoyar ningún acuerdo que vaya en contra de su conciencia, en contra del bien común en las materias morales tal como las entendemos y defendemos en la Iglesia.

Con frecuencia se da el caso de que algunos cristianos valoran más su obediencia partidista, incluso en materias morales, que la integridad de su comunión eclesial. Para vivir cómodamente en un determinado partido esperan que la Iglesia cambie en sus enseñanzas sobre materia sexual, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio, el aborto o la eutanasia. Se presentan como cristianos progresistas y pretenden que la Iglesia se someta a los programas de su partido en vez de luchar para que su partido se acerque a las posturas de la Iglesia, o por lo menos las respete, posturas que son de ley natural y del verdadero bien social y personal. Para poder seguir militando en un partido más o menos laico, más o menos laicista, el cristiano debe exigir la libertad para disentir y presentar objeción de conciencia en todo aquello que suponga una infracción contra la ley natural y contra su conciencia cristiana. Tiene que preguntarse si su militancia colabora o no con los proyectos de su partido en lo que tengan de inmorales, si el bien que pueda conseguir mediante esa militancia, dentro y fuera del partida, compensa de alguna manera los riesgos de esa posible colaboración. Lo que no vale es pretender que la Iglesia y la conciencia cristiana se someta a las exigencias de la identidad partidista.

Democracia y moral

Lo que venimos diciendo supone que la política no es una actividad exenta de las normas y valoraciones morales. La tentación del laicismo en este punto consiste en considerar la política exenta de cualquier ley moral objetiva y superior, previa e independiente a las decisiones del parlamento y de las instituciones públicas. Con ello que hace de la política como el techo del mundo que no puede ser traspasado por los ciudadanos y de los políticos los dioses de la sociedad moderna que deciden lo que es bueno y malo para el pueblo. Esta concepción de las cosas es inaceptable para los cristianos y resulta insostenible ante la recta razón.

La política es obra del hombre y el hombre de la política. Antes que cualquier institución y poder político, existe el hombre, el matrimonio, la familia, la libertad y la conciencia moral de los hombres. La actividad política, como actividad libre y responsable, tiene que ser una actividad moral, que los hombres tienen que realizar en conformidad con su conciencia. El valor y la condición moral de cualquier actividad política viene siempre de su servicio a la justicia, de su servicio al bien común de los ciudadanos. La política es justa cuando sirve de verdad a la justicia. Esto supone que podemos conocer y definir lo que es la justicia, lo cual requiere saber previamente qué es el hombre, cuáles son sus responsabilidades, necesidades y derechos. Conocer todo esto, definirlo y servirlo sinceramente es la justicia personal del político y la permanente legitimación de la autoridad que se le concede. En esta moralización permanente de la política y de los políticos tienen los cristianos una campo específico de actuación siempre necesario, urgente y apremiante en la sociedad española en estos momentos. (Cf Orientaciones Morales, cit., nn. 52-55).

Si no hubiera ninguna norma moral vinculante a la que tuvieran que atener los gobernantes en sus decisiones, la sociedad entera quedaría sometida en definitiva a las opiniones y deseos de unas pocas personas que se alzarían con un poder sobre las conciencias y las vidas de los ciudadanos mucho más amplios de lo permisible. La política y los políticos están al servicio de la convivencia, pero no tienen capacidad ni competencia para definir lo bueno y lo malo, para configurar y dirigir la vida de los ciudadanos. No vale decir que los políticos interpretan y ejecutan lo que quieren las mayorías, porque los ciudadanos en sus preferencias también tienen que someterse a las exigencias éticas de la conciencia y de la recta razón. Ni se puede desconocer la capacidad incalculable que en la sociedad moderna tienen los políticos de dirigir los deseos y preparar los consensos de los ciudadanos mediante el control y la dirección de los poderosos medios de comunicación. Sin el predominio de la ley moral socialmente reconocida y vigente, la mejor democracia degenera en dictadura de unas pocas personas con apariencias democráticas.

Así vemos cómo aun siendo de orden diferente, religión y política no son del todo independientes ni aisladas entre sí. Coinciden en los agentes, pues los cristianos, junto con los demás ciudadanos, son también agentes de la política. Y coinciden en la realización de la justicia, conocida y ejercida por la razón y la voluntad del hombre, dejándose iluminar y fortalecer por la revelación de Dios y los dones del Espíritu Santo. No conviene engrandecer la política. La vida no empieza ni termina en la política. Es un modo de organizarnos para defendernos de los peligros y alcanzar los bienes comunes deseados, seguridad, libertad, salud, cultura, bienestar material, condiciones para vivir libremente en plenitud según la propia conciencia y las propias convicciones, Pero antes de actuar políticamente el hombre ya es persona y actúa como tal. Si ha de ser religioso o no, depende de su mismo ser de hombre, de lo que percibimos con nuestra razón, de la magnitud de los deseos y carencias que surgen en nuestra vida. La pregunta sobre el origen de la existencia, la pregunta sobre Dios y sobre el bien y el mal, la pervivencia, salvación o perdición, no depende de la democracia ni de ninguna otra forma política, nace de las entrañas del ser humano, aunque se manifiesta de manera diferente en cada época y en cada circunstancia.

El servicio al bien común es el fundamento del valor y de la nobleza de las instituciones políticas. Cuanto esta finalidad se oscurece o se sustituye por la rivalidad entre partidos o por las ventajas de un grupo determinado todo se devalúa y se corrompe (ib n. 57).

Proteger y favorecer la libertad religiosa

En una política democrática moderna el objetivo central de las instituciones políticas es el de crear unas condiciones de vida en las que los ciudadanos puedan vivir y actuar libremente en un contexto de justicia y solidaridad. Esta defensa y protección de la vida personal implica la protección de la libertad religiosa. Ello significa que cada ciudadano pueda vivir según su propia conciencia y manifestar privada y públicamente sus convicciones religiosas. Las democracias europeas se orientan hacia unas formas de estado plenamente respetuosas con la vida religiosa de los ciudadanos, un Estado sin ingerencias ni beligerancias políticas, pero también sin exclusiones ni discriminaciones en contra de las actividades e instituciones religiosas. «Un Estado laico, verdaderamente democrático, es aquel que valora la libertad religiosa como un elemento fundamental del bien común, digno de respeto y protección» (ib. n.62)

Al fin y al cabo la religión es una actividad profundamente humana, claramente benéfica para las personas y para la sociedad, especialmente la religión cristiana, cuando es vivida correctamente, que una política respetuosa con los derechos de la persona y servidora del bien común, tiene que respetar y favorecer. El Estado aconfesional no es un Estado que desconoce la religión y mucho menos cargado de reticencias en contra de ella, sino un Estado que favorece todo aquello que forma parte de la vida razonables de los ciudadanos y está presente y operante en la sociedad. La religión es parte esencial de la cultura de los pueblos. Gobernar en contra de ella o desconocerla en las gestiones del gobierno es una verdadera agresión contra la historia, la cultura y la identidad de una sociedad determinada. Ningún pueblo que quiere seguir siendo libre puede permitir que se desarrollen leyes o políticas contrarias y perjudiciales para sus convicciones y tradiciones religiosas. Un gobierno laico que pretenda directa o indirectamente debilitar la vida religiosa del pueblo para ir imponiendo e inculcando poco a poco el laicismo y la irreligión de los ciudadanos, es necesariamente un gobierno autoritario y sectario aunque se vista con piel de neutralidad y de respeto.

El gran principio de la subsidiaridad

Una cuestión esencial en la concepción cristiana de la política es la afirmación de que el ordenamiento y las instituciones políticas surgen de la sociedad, por decisión de los ciudadanos, para el servicio del bien común de las personas. La política está al servicio del bien de las personas y no al contrario. De lo cual se sigue que la política no debe absorber la vida entera de los ciudadanos sino solamente aquellas cosas que las personas solas no pueden hacer, o no pueden hacer las familias, ni tampoco otras instituciones inferiores. En cada instancia se debe llevar a cabo lo que en instancias inferiores no se puede resolver. Este principio es fundamental contra la tendencia a reglamentar todo, a invadir todo desde la administración, a hacer presente la actividad política en todos los órdenes de la vida, con una reglamentación cada vez más amplia, más detallada, más invasiva y condicionante de la vida de la sociedad, de las familias y de todos los individuos. Vivimos unos tiempos en los que la reglamentación y el desarrollo de la administración está invadiendo demasiado la vida y las actividades de las personas, de las familias, de los municipios, de las asociaciones profesionales, etc. La visión cristiana, también en la política, es siempre personalista, partidaria de que las personas y las familias, con la ayuda de las instituciones, puedan ser los verdaderos protagonistas de su vida, en las mismas condiciones para todos, con paz y justicia.

Lasa circunstancias actuales requieren de los cristianos que reforcemos la consideración de las consecuencias morales de nuestro voto en temas tan importantes como la educación religiosa y moral de la juventud, la protección del matrimonio y de la familia, el respeto a la vida humana desde la fase embrionaria hasta la muerte natural, más otros aspectos de siempre como la justicia social, la debida atención a los emigrantes, la solidaridad, la unidad y la paz entre los pueblos y regiones de España, la solidaridad con los países subdesarrollados, etc. ,

Conclusión

Con estas consideraciones en torno a la presencia y actuación de los cristianos en la vida social y política, no quiero que nos olvidemos de que nuestra preocupación central y la importancia social de la Iglesia consiste en la memoria viva y amorosa de la persona de Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús es el centro de la humanidad, todo ha sido creado por El y para El, en El tienen su verdad y consistencia todas las cosas, El es la verdad y la consistencia de nuestra vida personal y comunitaria.

Vamos a comenzar los ejercicios de la Santa Cuaresma. Vivámosla de tal manera que sea para nosotros una renovación de nuestro amor a Jesucristo, una renovación de nuestra fe en El, una renovación de nuestro amor y de nuestra vida, arraigada en El y en las enseñanzas de su Iglesia de manera clara y determinante, sin miedos, sin titubeos, sin inhibiciones, sin egoísmos. Podemos ser débiles y pecadores, pero no podemos ser cobardes ni indiferentes. Jesús nos necesita. Nuestros jóvenes nos necesitan. Nuestra sociedad nos necesita. Los que encuentran dificultades para creer y buscan su felicidad en excursiones alocadas lejos de Dios, lejos de la Iglesia, lejos de su propia intimidad, necesitan de unos cristianos que les muestren con claridad la doctrina y el amor de Jesús, el ideal universal y permanente de humanidad renovada que es Jesucristo. No lo dudemos, esta sociedad que nos desconoce o nos desprecia, nos necesita, necesita a Jesús, que solamente los cristianos le podemos ofrecer.

Termino con estas palabras del Papa en «Deus caritas est»: «El amor es una luz, en el fondo la única, que ilumina constantemente un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar en él. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor, y así llevar la luz y la vida de Dios al mundo». Esto es lo que he querido deciros y para esto he querido ayudaros con mis palabras en estas conferencias cuaresmales. El Señor resucitado nos encuentre despiertos y disponibles, para su gloria y el servicio de nuestros hermanos. Esa será nuestra salvación.

Pamplona, 1 de marzo de 2007
+ Fernando Sebastián Aguilar,
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

Video destacado

Libertad Religiosa en la Web - Avisos legales