Ofrecemos el discurso que pronunció Monseñor Juan del Río Marín, Arzobispo Castrense de España, en el Colegio de Graduados Sociales de Sevilla el 17 de septiermbre de 2010.
Abordamos un tema de máxima actualidad desde la perspectiva de la antropología cristiana. No es nuestra intención responder a todos los aspectos de esta problemática, ya que estamos sujetos a las limitaciones propias de una exposición de estas características. De ahí que nuestro único objetivo sea centrarnos en saber cuál es el espacio de la religión en esta sociedad plural y secularizada, donde el Estado se declara no confesional, y donde el hecho religioso, más que estar en declive, como pretende el pensamiento ilustrado, es un dato sociológico relevante.
I. Planteamiento de la cuestión.
Es evidente que vivimos en una sociedad nueva, caracterizada por la complejidad y los rápidos cambios que experimentamos desde la modernidad a la posmodernidad, cuyas expresiones más llamativas son la globalización, la sociedad de la red, los descubrimientos biotecnológicos y el proceso de interculturalidad e interreligiosidad, así como las cuestiones sobre la vida y la esfera afectiva de la persona. Todo ello ha cambiado los términos de las discusiones sobre Religión-Laicidad, que se plantean hoy de muy diversa manera a otras épocas.
El historiador Certeau ha declarado que, con la modernidad, “la religión empieza a ser percibida desde fuera. Es colocada en la categoría de costumbre, o en la de las contingencias históricas”. El resultado histórico de este proceso fundamental es doble: por una parte, el uso político de la religión, tanto en sentido autoritario (religión del Estado), como en sentido liberal (la religión como factor de utilidad pública). Por otro lado, tenemos la reducción de la religión a hecho privado, sin relevancia ni licitud pública, negándose la dimensión social de la religión y la dimensión religiosa de la vida social. Ésta es la postura del laicismo exacerbado o excluyente. Otra cosa es la laicidad abierta y democrática, que reconoce la utilidad de la religión para el desarrollo social y admite que todas las religiones pueden participar en la construcción del espacio público, haciendo del pluralismo religioso el eje de justificación de la libertad religiosa[1].
¿Dónde esta el origen del problema? Pues, sencillamente, en que la modernidad no ha sabido, o no ha logrado, pensar en la relevancia pública de la religión, manteniendo su plena identidad. Es más, la llamada segunda modernidad o postmodernidad ha ahondado aún más en el análisis exterior del hecho religioso y en el desconocimiento interno que configura a cada una de las diversas religiones. Así mismo, desde los imperativos del subjetivismo y relativismo dominante consagra el axioma de moda de que todas las religiones son iguales, reduciendo el tema interreligioso e intercultural a algo puramente voluntarista y sentimental[2]. Todo ello, apunta a un pensamiento superficial que huye de los planteamientos de fondo que exige la libertad y diversidad del hecho religioso y la estructuración de cada uno de los credos.
Además, el tema se complica y amplía cuando no se tienen resueltas algunas claves esenciales evocadas por preguntas como éstas: ¿Se acepta que la persona tiene una dimensión transcendente que antecede al Estado? ¿Es éste el que da carta de ciudadanía a las creencias y religiones en sus manifestaciones públicas, o más bien es el hecho religioso el que precede a cualquier forma de Estado? ¿Es concebible que el creyente tenga que suprimir una parte de sí mismo (su fe) para ser ciudadano democrático? ¿Hay que silenciar a Dios o renegar de Él para gozar de los propios derechos? ¿Qué clase de libertad religiosa es aquella que restringe o suprime el símbolo religioso en el espacio público? ¿Una sociedad para ser democrática debe renunciar a su identidad religiosa que se expresa en sus tradiciones, signos y símbolos? ¿No está habiendo hoy un vuelco del concepto de libertad religiosa, convirtiéndola en un derecho secundario que se deriva del pluralismo democrático y que se reduce a poder creer o no creer?
A estos interrogantes elementales hay que añadir algunos prejuicios de moda. Me refiero a afirmaciones tales como que las religiones son las causantes de las guerras y del terrorismo; como también ciertos planteamientos del pluralismo religioso que rezuma “cristofobia” y “anticatolicismo”[3]. No es extraño, por tanto, que, recientemente, el Profesor Olegario González de Cardedal afirmase que “ser cristiano resulta anticuado y extraño, mientras que ser musulmán o budista lo consideran el colmo de la modernidad y de la excelencia personal”[4].
Pasemos ahora al primer núcleo de nuestra conferencia.
II. El “retorno de los dioses”.
El ser religioso es un aspecto constitutivo del hombre. Es un dato inmediato de la conciencia sensible, es un factor de la historia. No es la religión algo que se tenga o se deje de tener, porque -queramos o no- todo hombre es un “ser religado” (X. Zubiri). Es más, el ateísmo no es posible sin Dios: el ateo, de una forma u otra, hace de sí un dios. El ateísmo sólo es posible en el ámbito de la deidad abierto por la religación.
a. La crisis espiritual de Occidente.
Sin embargo, desde hace siglos, Europa occidental ha vivido la ruptura progresiva entre la esencia de la religión y la cultura. Pensadores influyentes como Marx, Freud, Nietzsche, han atacado a la religión buscando liberar al hombre de las ataduras de las supersticiones religiosas, del tabú sexual o del capitalismo. Así, a fuerza de combatir a la religión, han herido de muerte a la misma cultura occidental, de manera que nuestra cultura se dejó embelesar por el mito ilustrado de una emancipación de la razón. Como consecuencia de ello, nuestras sociedades han sufrido la fascinación de las ideologías, lo que ha llevado a la situación actual, caracterizada por una profunda inseguridad moral, pérdida del sentido de la vida, y crisis de las certezas éticas. A esto hay que añadir que las nuevas tecnologías nos lanzan cada vez más a la globalización y a la mundanidad de las relaciones, dilatando las dimensiones de nuestro horizonte de comunicación, a la vez que difuminan las de sentido. Deriva de ello una complejidad cada vez mayor, una interrelación de procesos culturales, sociales y religiosos, que se multiplican con velocidad impensable hasta hace pocos años.
En nuestros días, los ateísmos de Marx y de Freud han dado paso al agnosticismo vital y a los nihilistas positivos de la postmodernidad: Camus, Sartre, Horkheimer, Vattimo, Lyottard... Para ellos, en general, la carencia de Absoluto no es causa de tragedia, sino más bien una nueva oportunidad y modo de vivir que ni posee, ni requiere fundamento.
El hombre de pensamiento débil ignora las unidades religión-cultura, ciencia-conciencia, debido a que cree que hay una debilidad del ser, un oscurecimiento de la verdad, una desilusión de la historia, una superfluidad de los valores últimos, un olvido de los meta-relatos. Los criterios orientadores no vienen ya marcados por el deseo de profundizar y mejorar el sentido de la vida de todos y cada uno de los hombres, sino por la simple eficacia técnica o la utilidad que pueden reportar unos a costa de otros. Ésa es la raíz que está en la base de muchos planteamientos del nihilismo de masas que marca la cultura contemporánea europea. Las catástrofes causadas por el humanismo ateo (fascismo, comunismo, utilitarismo) durante el siglo XX plantean una serie de preguntas urgentes e interesantes: en un mundo sin Dios: ¿Dónde queda el hombre, donde se fundamentan los valores éticos que deben regir una sociedad? ¿Somos más libres cuando no creemos en nada, o más bien nuestra dependencia de Dios y nuestra libertad humana crecen en proporción directa?[5].
En este sofocante ambiente de un mundo sin puertas ni ventanas, donde los seres humanos se enfrentan entre sí irremediablemente, surge el laicismo excluyente con la pretensión de liquidar todo vestigio de presencia religiosa. Este laicismo busca expulsar el hecho religioso del espacio público porque quiere la hegemonía cultural y política. Este tipo de laicismo tiene como uno de sus enemigos fundamentales a la Iglesia, en razón de su doble condición de fe realmente universal y transcultural. También, porque la Iglesia ofrece una concepción cultural integral antropológica, ética y social de la vida que le es ofensiva[6].
b. Sin embargo “Dios no ha muerto”.
Algunos analistas del hecho religioso creen que el fenómeno secularizador de este ateísmo nihilista es muy propio del pensamiento occidental y, de modo particular, de las sociedades europeas. Es verdad que en nuestra realidad social el descenso de las prácticas religiosas es evidente, pero ello no comporta la pérdida de la dimensión religiosa de las personas. Fuera de Europa, la religión es más predominante que años anteriores. Afirma el Profesor español en Harvard, José Casanova, en su obra clásica: Religiones públicas en el mundo moderno: “la religión es, en muchas sociedades, más predominante que hace unas décadas, crece en casi todos los países el número de personas que se definen como religiosas y los medios de comunicación dedican mucha más información que antes a los líderes y movimientos religiosos. Y el crecimiento afecta tanto a las religiones organizadas desde hace siglos como a las nuevas, que desde la ortodoxia suelen llamarse sectas”[7]. El sociólogo Ulrich Beck cree que, a pesar de que las iglesias en la vieja Europa se vacían, desde una perspectiva cosmopolita la imagen que ofrecen las religiones es de vitalidad, sobre todo el cristianismo en el espacio extraeuropeo[8]. ¿Por qué en estas sociedades, donde parecía haberse consolidado la sociedad secular, ahora se habla de una sociedad pos-secular? Porque la secularización total equivaldría simplemente la deshumanización. Por eso mismo estamos con Th. Luckmann cuando afirma que “la estructura social se ha secularizado, el individuo no”. En este mismo sentido dice el famoso profesor de Turín G. Vattimo: “hoy no hay razones filosóficas fuertes y plausibles para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión…lo que hoy ha sucedido es que tanto la creencia en la verdad “objetiva” de las ciencias experimentales, como la fe en el progreso de la razón hacia su pleno esclarecimiento aparecen, precisamente, como creencias superadas… lo decisivo es que advierto un renacer del interés religioso en el clima cultural en el que me muevo”[9].
Así, tenemos que con el fin de la época de las utopías, la relevancia de las religiones, en particular la del islam, esta desmintiendo la previsión, dominante en los años de la posguerra, de que en el mundo contemporáneo los fenómenos religiosos estaban destinados a perder relevancia social y política. Se esperaba además un proceso de secularización que desembocase en el advenimiento del llamado mundo mundano; en cambio estamos asistiendo a la explosión de una sacralidad salvaje.
El hecho religioso no solamente no ha desaparecido, sino que ha irrumpido de nuevo en medio de la plaza pública. Como explica del profesor Casanova:“en todo el mundo las religiones van adentrándose en la esfera pública y en escena de la controversia política no sólo para defender su territorio tradicional…, sino también para participar en las mismas luchas por definir y establecer los límites modernos entre las esferas públicas y privada, entre el sistema y la vida contemporánea, entre la legalidad y la moralidad, entre el individuo y la sociedad, entre la familia, la sociedad civil y el Estado, entre las naciones, estados, civilizaciones y el sistema mundial”[10]. R. Garaudy llega a decir que: “la religión se ha convertido en la gran «oportunidad» de nuestra cultura planetaria”. Los hechos nos hablan que ésta sigue viva; ha vuelto a ser un potente elemento movilizador de individuos; actúa de motor social más allá de la vivencia íntima, en muchas ocasiones dando buenos réditos políticos; y está latente en muchos de los conflictos que han estallado en todos los rincones del globo tras la caída del muro de Berlín. De ahí que el pensador alemán Habermas haya destacado que el pensamiento laico debe respetar y reconocer las aportaciones de las religiones, pues la fe religiosa es razonable, al mismo tiempo que la razón secular no debe endiosarse y reconocer sus limitaciones; la comprensión científica del mundo no lo explica todo[11]. Por eso, para muchos, entre ellos Benedicto XVI, el mensaje religioso es más actual que nunca[12].
III. Construir una sana y legítima laicidad.
La recuperación del hecho religioso como un dato sociológico relevante ha despertado de nuevo el interés por la religión y ha reabierto el debate sobre la laicidad. Los hechos han demostrado que la razón laica no es capaz de construir un mundo justo y en paz. Tras muchos años de confianza en el pensamiento ilustrado, guiado por la razón y orientado hacia el progreso, la realidad muestra que las sociedades actuales tienen un “déficit motivacional”, que diría Habermas, por lo cual obliga a repensar la relación entre laicidad y religión[13].
Sin el Evangelio de Cristo no habría entrado en la historia de la humanidad la distinción fundamental entre lo que el hombre debe a Dios y aquello que debe al César; es decir, a la sociedad civil (cf. Lc 20,25). Por lo tanto, el término “laicidad” tiene su origen en el cristianismo, que desde sus inicios es una religión universal, no identificable con el Estado. Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en le esfera política sino en otra esfera de la realidad humana. El Estado es una realidad profana que posee una misión específica distinta a la de la Iglesia, aunque las dos instituciones han de estar abiertas en beneficios del bien común de los ciudadanos[14].
Así, tenemos que la palabra “laico” tiene su arranque en el ámbito eclesial para indicar la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente al clero ni al estado religioso. Posteriormente, en la Edad Media, pasó también a significar la oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, aunque dentro de una realidad social que se reconocía totalmente cristiana. Es a partir de la Ilustración y de la Revolución francesa cuando el término viene a representar la oposición entre el ámbito de la vida civil y el religioso-eclesial. Dice Benedicto XVI que es “en los tiempos modernos cuando ha tenido el significado de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y de la conciencia individual…Así, ha sucedido que al término “laicidad” se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen”[15].
Con frecuencia, en nuestros ambientes y medios de comunicación se dice: “el Estado español es laico”, entendido aquí como laicista. Eso hay que puntualizarlo diciendo que el Estado español no es laico, sino aconfesional. La expresión “laicidad”, tanto en el pasado como en el presente, hace referencia a la realidad del Estado. Por consiguiente, nunca se insistirá bastante en que laicismo no es lo mismo que laicidad. La laicidad tiene un sentido plenamente positivo. Ha de ser entendida como la autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica, nunca de la esfera moral. La laicidad es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de la civilización alcanzado[16]. De ahí, que podemos afirmar que la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y el Estado, lo que también conocemos como “aconfesionalidad”. Laicidad es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades creyentes. Las religiones pueden vivirse de manera libre y pública, precisamente porque no son competencia estatal, porque está vigente el principio de la libertad religiosa[17].
La laicidad positiva o aconfesionalidad del Estado es una realidad promovida por la Iglesia, motivada por la defensa cristiana de la libertad y de la dignidad de la persona, y porque significa una garantía de la ausencia de coacciones o presiones religiosas o irreligiosas por parte de los Estados. En este sentido, la Iglesia ve en esta nueva laicidad una gran oportunidad para evitar la tentación de dar al Cesar lo que es de Dios y combatir las alianzas del altar con el poder político que distorsiona el rostro de la Iglesia.
Sin embargo, en no pocas ocasiones, “laicidad” tiene un matiz o acepción en contraposición a la Iglesia y al cristianismo. Cuando esto sucede estamos ante la alteración de la sana laicidad convirtiéndola en “laicismo”. Si un Estado asume como propio el laicismo, lo constituye en la confesión estatal, con lo cual pierde su aconfesionalidad, su neutralidad y su laicidad[18]. En el caso español, se incumpliría el art. 16,3 de la Constitución Española, que establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. El laicismo es una ideología que se ha transformado en una nueva “religión” que presume, desde su independencia teórica, de garantizar la pluralidad religiosa. Es más, en ocasiones se presenta como “eje” que sustenta la “libertad de conciencia” y la “libertad religiosa”, olvidando que estas libertades, fundadas en la dignidad de la persona, son derechos reconocidos internacionalmente.
IV. Libertad religiosa y laicidad.
Los grandes pronunciamientos teóricos aluden con frecuencia al respeto a la libertad religiosa, pero los hechos demuestran que en muchos casos se niega ésta por motivos religiosos o ideológicos. Actualmente, este derecho se siente amenazado en occidente por el laicismo exacerbado o excluyente que utiliza formas sofisticadas de discriminación cultural, social y política dirigidas especialmente hacia la presencia cristiana. También en otras partes del mundo se registran diversas formas de limitación o de negación de la libertad religiosa, llegando muchas veces a la persecución y la violencia en contra de las minorías.
¿Cuál es el objeto y fundamento de la libertad religiosa? Sin duda, el respeto imperioso a la dignidad humana, que exige la defensa y la promoción de los derechos básicos del hombre. En la Declaración Universal de los Derechos humanos, en su artículo 18, se tutela esta libertad como un derecho primario e inalienable de la persona; es la “libertad de las libertades”[19]. Podemos afirmar, pues, sin reticencias que, sin libertad religiosa, no habrá paz en el mundo.
El Concilio Vaticano II, en su declaración sobre la Libertad Religiosa (Dignitatis Humanae), afirma: “esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de los particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (DH, 2). La Asamblea conciliar entiende que no es un derecho que tengamos ante Dios, sino ante los hombres. La libertad religiosa es auténticamente tal cuando es coherente con la búsqueda de la verdad y con la verdad del ser de hombre: “todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla” (DH 1b). Ahora bien, “la verdad no se impone de otra manera que con la fuerza de la misma verdad” (DH, 1c). De ahí, que cualquier persona puede adherirse a una religión o abandonarla sin que su situación social, económica o política resulte afectada. Además, el derecho a la libertad religiosa incluye también la libertad de expresión religiosa, de palabra y por escrito; el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones religiosas; la libertad de asociación con fines religiosos, el derecho de estas asociaciones a gozar de autonomía interna para organizarse y elegir a sus dirigentes, así como del derecho a emitir juicios morales, “incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (GS, 76e)[20].
Dejando atrás interpretaciones interesadas o sesgadas, desde el punto de vista legislativo, la normativa española protege ampliamente la libertad religiosa, tanto en la práctica individual como colectiva. No existen más limitaciones que las explicitadas en la actual Ley Orgánica de Libertad Religiosa, que en el artículo tercero alude al acatamiento del “orden público, la sanidad y la moralidad pública”[21]. La Constitución Española tiene una valoración positiva del hecho religioso por parte de los poderes públicos, estableciendo el principio de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas (art. 16,3)[22]. La mención a la Iglesia Católica no es signo de una relación de privilegio, sino el reconocimiento de un hecho histórico y social. Ello no perjudica la necesaria igualdad que debe presidir las relaciones del poder político con las confesiones religiosas. Con referencia al principio de igualdad, el Cardenal Secretario de Estado de Su Santidad, Tarcisio Bertone, afirmó nítidamente en Madrid: “Frecuentemente, este principio referido a las confesiones religiosas es entendido por algunos como uniformidad del tratamiento jurídico de esas por parte de la ley civil. No es una interpretación correcta: el principio de igualdad, en efecto, se vulnera si se tratan situaciones iguales de modo diverso, pero también si se tratan situaciones diversas de igual manera. El principio de igualdad requiere, por tanto, que por parte del ordenamiento estatal haya una disciplina jurídica de las confesiones religiosas respetuosa con sus peculiaridades, teniendo también presente el arraigamiento cultural e histórico que cada una tiene en la sociedad”[23].
La Iglesia Católica en sus relaciones con el Estado “no pretende convertirse en un sujeto político, sino que aspira, con la independencia de su autoridad moral, a cooperar leal y abiertamente con todos los responsables del orden temporal en el noble diseño de lograr una civilización de la justicia, la paz, la reconciliación, la solidaridad, y de aquellas pautas que nunca se podrán derogar ni dejar a merced de consensos partidistas, pues están grabadas en el corazón humano y responden a la verdad”[24].
Ahora bien, la libertad religiosa incluye también una libertad que algunos podrían llamar “atea”, refiriéndose con ello a la libertad de quedarse al margen de la religión, de no profesar ninguna o, incluso, a la libertad de expresarse contra la religión. Ahora bien, el declararse agnóstico, ateo o indiferente no es patente de neutralidad, ni otorga potestad al sujeto para convertirse en el “árbitro” del espacio y de la vida pública en una sociedad plural y democrática. Esta libertad atea no es tampoco necesariamente signo de progreso o emblema de modernidad. No debe ser sinónimo de desprecio a la religión, ironía hacia ella o relegación de la misma hacia edades vetustas u olvidadas. Me atrevería a decir que es una falacia invocar la laicidad del Estado para negar la presencia de lo religioso en las instituciones públicas y estatales, cuando éstas pertenecen a todos: creyentes y no creyentes. Como afirma el actual Papa: “no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas”[25]. Además de ser una injerencia en los derechos de las personas a vivir sus convicciones religiosas como deseen, o como éstas se lo demanden, siempre que se respeten las exigencias del orden público y del bien común. El Estado no sólo ha de respetar la libertad religiosa en todos los ámbitos de la vida personal y social, sino que debe crear las condiciones para su efectivo y pleno ejercicio por parte de todos los ciudadanos. Esta misma línea, se expresaba el siempre recordado Juan Pablo II en su memorable visita pastoral a Cuba: “el Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo externo, debe promover un clima social sereno y una legislación adecuada, que permita a toda persona y a toda confesión religiosa vivir libremente su propia fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y poder contar con los medios y espacios suficientes para ofrecer a la vida de la nación sus propias riquezas espirituales”[26].
Concluyendo, la religión sigue siendo indispensable en la organización de una sociedad sana y genuinamente democrática. Y todo esfuerzo que se haga para que la religión pueda ofrecer su serena contribución al bien común y a la armónica convivencia de todos, nunca podrá se calificado de baldío o inútil. Más bien, ayudará a aprender de las lecciones del pasado, a edificar un presente digno del hombre y a avizorar un futuro luminoso y esperanzado.
† Juan del Río Martín,
Arzobispo Castrense de España
[1] Cf. A. SCOLA, Una nueva laicidad, Encuentro, Madrid 2007, p. 36.[2] Cf. M. PERA, J. RATZINGER, Sin raíces, Península, Barcelona 2006, p. 11-49.[3] Cf. G.WEIGEL, Política sin Dios, Cristiandad, Madrid 2005, p. 83-86.[4] O.GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Ante el cristianismo, LA TERCERA DE ABC, 14 de agosto 2010.[5] Cf. G. WEIGEL, La verdad sobre el cristianismo, Cristiandad, Madrid 2009, p.35. Viene bien recordar lo que dice H. DE LUBAC: “no es verdad que el hombre no puede organizar el mundo sin Dios. Lo que sí es verdad es que sin Dios (el hombre) puede organizarlo sólo contra el hombre. Un humanismo exclusivo es un humanismo inhumano”.[6] Cf. J.MIRÓ I ARDÉVOL, El desafío cristiano. Propuesta para una acción social cristiana, Planeta, Madrid 2005, p.24. 32.[7] J. CASANOVA, op. cit., PPC, Madrid 2000, p.47.[8] Cf. J.LOPEZ CAMPS, Asuntos religiosos. Una propuesta de política pública, PPC, Madrid 2010, p.38.[9] G. VATTIMO, Creer que se cree, Barcelona 1996, p. 10.22.[10] Op.cit., p.19.[11] Cf. J.RATZINGER - J.HABERMAS, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid 2006; R. DÍAZ-SALAZAR, Democracia laica y religión pública, Taurus, Madrid 2007, p. 91-160.[12] Para este tema, entre otros, es interesante leer el discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona (12.9.2006).[13] J.LÓPEZ CAMPS, op. cit., p. 226.[14] Cf. BENEDICTO XVI, Respuesta a los periodistas en el vuelo rumbo a Francia, 12.9.2008.[15] Discurso a los participantes en el 56º Congreso de la Unión de juristas católicos italianos, 9.12.2006.[16] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre cuestiones relativas al compromiso y a la conducta de los católicos en la vida pública, 24.11.2002, n. 6.[17] S. DEL CURA, De la (in)tolerancia a la libertad religiosa: la propuesta cristiana en el Concilio Vaticano II, en “Aportaciones de los Cristianos en un Estado aconfesional”, Fundación Abundio García Román, Madrid 2005, p. 88.[18] T. GONZÁLEZ VILA, Laico y laicista, laicidad y laicismo: no sólo cuestiones de palabras, en: XIV Semana de Doctrina y Pastoral Social, Fundación Abundio García Román, Madrid 2005, p. 15.[19] “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Además la libertad religiosa es reconocida también en el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el art. 27 de este mismo Pacto garantiza a las minorías religiosas el derecho a confesar y practicar su religión. De la misma forma lo hace la Convención de los Derechos del Niño, en su art. 14 y el artículo 9 de la Convención Europea de Derechos Humanos.[20] L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, La libertad religiosa, un derecho fundamental. Pliego de Vida Nueva 2,675, 19-25 de septiembre de 2009.[21] M. CLAVERO ÁREVALO, Una nueva ley de libertad religiosa, Diario de Sevilla 27 de junio de 2010, p.4.Dicho Catedrático de Derecho y exministro afirma: “Ante el anuncio de una nueva ley orgánica de libertad religiosa, la primera cuestión que hay que plantearse es la de si la sociedad demanda dicha nueva ley. En mi opinión no, aunque hay ciertos grupos que la piden para derogar los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, lo que no es posible con una ley, o para superar las situaciones de transición, ya que con la inmigración ha aumentado principalmente el número de musulmanes”.[22] A. GALINDO, Quehacer ético e identidad cristiana en una realidad laica y laicista, en A.DEL AGUA (Editor), “Aconfesionalidad del Estado, laicidad e identidad cristiana”, Subcomisión Episcopal de Universidades (CEE), Madrid 2006, p.163.[23] Conferencia con ocasión del 60º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Sede de la Conferencia Episcopal Española, Madrid 5 de febrero de 2009.[24] BENEDICTO XVI, Discurso al nuevo Embajador de Argentina ante la Santa Sede, 5 de diciembre de 2008.[25] ID., Discurso al 56º Congreso nacional de juristas italianos. Roma, 9 de diciembre de 2006.[26] Homilía en la plaza de José Martí de la Habana, 25 de enero de 1998.