Ofrecemos la comunicación que Monseñor Mariano Fazio presentó en el Univforum 2009, que se celebró en Roma del 6 al 11 de abril de 2009.
1. Modernidad y secularización
Con frecuencia se identifica la Modernidad con un proceso de secularización. Si la identificación acabara allí, tendríamos una visión de la historia occidental bipartita, donde se opondrían un Medioevo cristiano y una Modernidad secularizada. Pero ni el Medioevo es completamente cristiano, ni la Modernidad está completamente secularizada. Es más, se podría decir que la Modernidad es más cristiana respecto al Medioevo, por lo menos en lo que se refiere a la relación entre el orden natural y el sobrenatural: el clericalismo de muchas de las estructuras sociales y políticas medievales, que confunde estos dos ámbitos, identificando el poder político con el espiritual, y la ciudadanía de la Ciudad celestial con la de la Ciudad de los hombres, es superado a partir del siglo XVI por una visión cristiana y no clerical del hombre, que redescubre el valor de la naturaleza humana. Según esta antropología propia del humanismo cristiano, de origen tomista, la elevación al orden de la gracia no quita ningún valor a la naturaleza, ya que ius divinum, quod est ex gratia, non tollit ius humanum, quod est ex naturali ratione (el derecho divino, que proviene de la gracia, no quita el derecho humano, que proviene de la razón)1.
Por lo tanto, si identificamos Modernidad con secularización, hay que subrayar la presencia de una versión de la secularización entendida como desclericalización, como distinción entre el orden natural y sobrenatural, como toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal, como afirmación de la laicidad. Ejemplos de esta desclericalización, sobre la cual lamentablemente no podemos detenernos, son las doctrinas de la segunda escolástica española —en particular, la Escuela de Salamanca fundada por Francisco de Vitoria2—, el liberalismo moderado de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, o las afirmaciones a favor de la secularidad en los documentos del Concilio Vaticano II, y más en concreto en la Gaudium et spes y en la Dignitatis humanae.
Si esta desclericalización recorre todo el arco de la Modernidad, hay otra versión de la secularización, que podríamos definir como la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, identificable con ciertas formas de laicismo, que lleva a una cerrazón respecto a la trascendencia, y que configura una cierta Modernidad en oposición a la visión cristiana del hombre y de la historia. En este ámbito sí podemos decir que el Medioevo, en comparación con esta Modernidad que acabamos de describir, aparece como un periodo cristiano, profundamente permeado por el sentido trascendente de la vida.
La Modernidad, por lo tanto, se presenta ambivalente: si por una parte hay una Modernidad más cristiana respecto al Medioevo en cuanto existe una toma de conciencia más madura de la relación armónica entre los órdenes natural y sobrenatural, por otra hay una Modernidad cerrada a la trascendencia, con pretensiones de una auto-explicación del sentido último de la existencia humana que terminará, después de la adopción de una actitud prometeica en los siglos XIX y XX, en el nihilismo contemporáneo3.
2. Un documento de la Congregación para la doctrina de la fe
Con el impulso del Concilio Vaticano II, los Romanos Pontífices reafirmaron el valor humano y cristiano de la laicidad. Juan Pablo II hará de la laicidad un elemento central de su magisterio social. En este contexto, la Congregación para la doctrina de la fe, presidida por el Cardenal Ratzinger, publicó un interesante documento en el año 2003, intitulado Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. Allí se resume magistralmente qué entiende la Iglesia por laicidad. Aunque la cita es larga, vale la pena reproducirla integralmente:
“La frecuente referencia a la “laicidad”, que debería guiar el compromiso de los católicos, requiere una clarificación no solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado. Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política. «Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables»4. Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público. El reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos”5.
Definida la laicidad como “autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–”, el citado documento salía al paso de la crítica común que recibe la Iglesia cuando hace pronunciamientos públicos en materia de moral. Para muchos, estas intervenciones atentarían contra la laicidad del Estado. Según la Nota,
“con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio –en cumplimiento de su deber– instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. (…) Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana”6.
Las intervenciones públicas de la Iglesia en el ámbito social y político son de orden moral, no confesional. Ciertamente, la fe echa más luz sobre la verdad acerca del hombre. Pero se trata de salvaguardar valores y verdades morales, que pueden ser compartidas por toda la humanidad. De ahí que tampoco es óbice para la laicidad el hecho de que algunas verdades morales que se pueden conocer por la razón, sean al mismo tiempo enseñadas por el Magisterio de la Iglesia como verdades pertenecientes al cristianismo. Dice el documento:
“Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia”7.
La necesaria coherencia que debe haber en el actuar público de los católicos, que defienden una serie de valores que forman parte del Magisterio pero que a su vez son accesibles de ser conocidos con la luz natural de la razón tampoco es un obstáculo para la laicidad.
“Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia de esta actitud. La marginalización del Cristianismo, por otra parte, no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización”8.
Las ideas de la Nota doctrinal, que hemos presentado suscintamente, serán profundizadas y enriquecidas por el Papa Benedicto XVI.
3. La laicidad en el pontificado de Benedicto XVI
En el actual pontificado, el tema de la laicidad es central. Benedicto XVI se ha referido a él en muchas oportunidades y desde diferentes perspectivas. Considero que hay tres ideas-fuerza en el planteamiento del Papa sobre la laicidad, que ya se encontraban en la Nota de la Congregación para la doctrina de la fe. Estas ideas son:
- La laicidad es un principio cristiano, que a lo largo de la historia a veces no se ha respetado. Reforzar la identidad cristiana de una sociedad implica fortalecer la sana laicidad;
- La sana laicidad lleva consigo el ejercicio de una razón “ampliada”, que superando la razón técnico-cientificista, alcance las estructuras morales de la naturaleza humana;
- Las intervenciones públicas de la Iglesia en defensa de los valores morales de la persona humana no lesionan la laicidad del Estado.
Veamos una de estas ideas fuerza. Sobre el carácter cristiano de la laicidad es de obligada referencia el discurso pronunciado a la Curia romana el 22 de diciembre del 2005. Se trata de una intervención extensa, en donde Benedicto XVI pasa revista de los acontecimientos más importantes del año, comenzando por un emocionado recuerdo de su antecesor. La última parte de su discurso es una atenta reflexión sobre la recepción del Concilio Vaticano II en la Iglesia, teniendo en cuenta que ese año se conmemoraba el 40 aniversario de la sesión de clausura. El Papa distinguía entre una “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” y una “hermenéutica de la reforma”. Aunque Benedicto XVI defenderá sin medias tintas esta segunda hermenéutica, que se presenta como una exigente síntesis de fidelidad y dinamismo, entiende que aparentemente podía parecer convincente una hermenéutica de la ruptura teniendo en cuenta que el Concilio Vaticano II quería determinar en un modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.
El Papa Ratzinger coloca el inicio problemático de esta relación en el proceso a Galileo. Problematicidad que crece con el racionalismo kantiano y la revolución francesa, en donde “se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe”9. La reacción del Magisterio de la Iglesia, sobre todo bajo el pontificado de Pío IX, fue de una condena áspera y radical a estos aspectos de la modernidad, identificables con el laicismo. Sin embargo, la edad moderna fue evolucionando. No sólo se presentaba el modelo laicista francés, sino que la revolución americana ofrecía un modelo de Estado y de sociedad abierto a la trascendencia y a los valores religiosos. Más adelante, en el siglo XX, “hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”10. Se trata de los políticos influidos por los autores cristianos del periodo de entreguerras, que tanto han tenido que ver en la elaboración de los documentos conciliares11.
La dialéctica entre la hermenéutica de ruptura y de reforma del Concilio Vaticano II respecto a la relación con el mundo contemporáneo se debe superar distinguiendo entre principios permanentes y cosas contingentes. Los principios de los que se sirvió Pío IX para condenar la cerrazón a la trascendencia de algunas corrientes de pensamiento modernas siguen siendo válidas para el hombre de hoy. Por el contrario, las formas concretas en que se encarnan dichas corrientes dependen de la situación histórica y son de por sí mudables. “Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”12. El Papa se referirá en concreto a un punctum dolens de la relación entre Iglesia y Modernidad: la libertad de religión. Si la libertad religiosa se considera como la expresión de la incapacidad del hombre de conocer la verdad, transformándose en la canonización del relativismo, es un elemento incompatible con el cristianismo, y por lo tanto condenable tanto en el siglo XIX como en el día de hoy. “Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción”13. El Concilio Vaticano II asume este principio esencial del Estado moderno. Haciendo esto, “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22,21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos”14. Con la afirmación de la libertad religiosa no ha habido ninguna ruptura, sino profundización dinámica de la tradición.
Según Benedicto XVI, la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno –laicidad del Estado y libertad religiosa entre otros– “revisó e incluso corrigió algunas decisiones históricas”, manteniéndose fiel a los principios. La laicidad no es una invención del pensamiento liberal decimonónico, sino que ya se encontraba en el Evangelio. Las confusiones institucionales que se dieron a lo largo de los siglos opacaron esta realidad. El Concilio y el magisterio de la Iglesia contemporáneos, en circunstancias históricas distintas a las del Medioevo y a las de las monarquías absolutas, recogen nuevamente estas dimensiones de la doctrina social y política, de raigambre evangélica, pero no estrictamente confesional, pues a su vez están fundamentadas en una antropología natural integral.
Este origen cristiano y natural de la laicidad será frecuentemente subrayado por el Santo Padre. El 18 de octubre del 2005, enviaba un mensaje al Parlamento italiano en ocasión del tercer aniversiario de la visita de Juan Pablo II a Montecitorio. Allí decía que la legítima laicidad del Estado “no está en contraste con el mensaje cristiano, sino que más bien tiene una deuda con él, como saben bien los estudiosos de la historia de la civilización”15.
Al año siguiente, el 18 de mayo, en el discurso a los miembros de la Conferencia episcopal italiana, Benedicto XVI, citando la encíclica Deus caritas est, afirmaba que “es propia de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22,21), es decir, entre el Estado y la Iglesia, o sea, la autonomía de las realidades temporales, como subrayó el concilio Vaticano II en la Gaudium et spes. La Iglesia no sólo reconoce y respeta esta distinción y autonomía, sino que también se alegra de ella, porque constituye un gran progreso de la humanidad y una condición fundamental para su misma libertad y el cumplimiento de su misión universal de salvación entre todos los pueblos”16.
En el discurso a la curia romana del 2005, que ya hemos analizado, Benedicto XVI presentaba el modelo americano como alternativa válida al laicismo que surge de la revolución francesa. Con ocasión del viaje pastoral a Estados Unidos, en el mes de abril del 2008, el Papa volverá a poner dicho modelo como ejemplo de sana laicidad. Ya de regreso a Roma, el Santo Padre hizo un resumen de su viaje. En la audiencia general del 30 de abril rindió homenaje "a ese gran país, que desde los incios se edificó sobre la base de una feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, que sigue siendo un ejemplo válido de sana laicidad, donde la dimensión religiosa en la diversidad de sus expresiones, no sólo se tolera, sino que también se valora como “alma” de la nación y garantía fundamental de los derechos y deberes del hombre”17.
Un testimonio muy explícito de la apreciación positiva de la laicidad americana es la respuesta que da el Papa a una pregunta de un periodista en la conferencia de prensa que tuvo lugar en el viaje de ida a Washington. En esa oportunidad, de una manera espontánea, Benedicto XVI dijo: “lo que me encanta de Estados Unidos es que comenzó con un concepto positivo de la laicidad, porque este nuevo pueblo estaba compuesto de comunidades y personas que habían huído de las Iglesias de Estado y querían tener un Estado laico, secular, que abriera posibilidades a todas las confesiones, a todas las formas de ejercicio religioso. Así nació un Estado voluntariamente laico: eran contrarios a una Iglesia de Estado. Pero el Estado debía ser laico precisamente por amor a la religión en su autenticidad, que sólo se puede vivir libremente”18. A continuación, el Papa citó a Alexis de Tocqueville, quien desde una perspectiva europea quedó gratamente sorprendido al ver como las instituciones laicas en los Estados Unidos vivían de un consenso moral que de hecho existía entre los ciudadanos. En ese mismo viaje, Benedicto XVI se referirá nuevamente al sociólogo e historiador francés. En el encuentro con los representantes de otras religiones, el 17 de abril, decía que “los americanos han apreciado siempre la posibilidad de dar culto libremente y de acuerdo con su conciencia. Alexis de Tocqueville, historiador francés y observador de las realidades americanas, estaba fascinado por este aspecto de la Nación. Subrayó que éste es un País en el que la religión y la libertad están “íntimamente vinculadas” en la contribución a una democracia que favorezca las virtudes sociales y la participación en la vida comunitaria de todos sus ciudadanos”19.
Aunque Benedicto XVI no deja de advertir signos de laicismo en la sociedad de los Estados Unidos, considera que es en Europa donde se corren mayores riesgos de relegar la religión a confines meramente privados. En un discurso a parlamentarios europeos de inspiración cristiana, el 30 de marzo del 2006, el Papa se complacía con el reconocimiento de esos parlamentarios de las raíces cristianas de Europa. Y añadía:
“Vuestro apoyo a la herencia cristiana puede contribuir significativamente a vencer la cultura, tan difundida en Europa, que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las propias convicciones religiosas. Las políticas elaboradas partiendo de esta base no sólo implican el rechazo del papel público del cristianismo; más generalmente, excluyen el compromiso con la tradición religiosa de Europa, que es muy clara, a pesar de las diversas confesiones, amenazando así la democracia misma, cuya fuerza depende de los valores que promueve (cf. Evangelium vitae, 70). Dado que esta tradición, precisamente en lo que puede llamarse su unidad polifónica, transmite valores que son fundamentales para el bien de la sociedad, la Unión europea no puede por menos de enriquecerse al comprometerse con ella. Sería un signo de inmadurez, o incluso de debilidad, optar por oponerse a ella o ignorarla, en vez de dialogar con ella. En este contexto, es preciso reconocer que cierta intransigencia secular es enemiga de la tolerancia y de una sana visión secular del Estado y de la sociedad”20.
Para el Papa, el laicismo no resuelve los problemas de convivencia en una sociedad. Refiriéndose a la inspiración de la constitución francesa en la Turquía moderna, y por lo tanto a la debatida relación entre Turquía y Europa, Benedicto XVI señalaba como elemento clave un sano concepto de laicidad:
“En Europa se debate sobre la laicidad “sana” y el laicismo. Y me parece que esto es importante también para el verdadero diálogo con Turquía. El laicismo, es decir, una idea que separa totalmente la vida pública del valor de las tradiciones, es un callejón sin salida. Debemos volver a definir el sentido de una laicidad que subraya y conserva la verdadera diferencia y autonomía entre las dos esferas, pero también su coexistencia, su responsabilidad común”21.
Respecto a Latinoamérica, el Papa también sostiene la necesidad de instaurar una sana laicidad, a la vez que lamenta la ausencia de católicos coherentes comprometidos en la vida pública de los pueblos latinoamericanos. En el discurso de apertura de la Vª Conferencia General del Episcopado latinoamericano, Benedicto XVI afirmaba:
“El respeto de una sana laicidad —incluso con la pluralidad de las posiciones políticas— es esencial en la tradición cristiana. Si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía política y con posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres precisamente al no identificarse con los políticos ni con los intereses de partido. Sólo siendo independiente puede enseñar los grandes criterios y los valores inderogables, orientar las conciencias y ofrecer una opción de vida que va más allá del ámbito político. Formar las conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad, educar en las virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental de la Iglesia en este sector. Y los laicos católicos deben ser conscientes de su responsabilidad en la vida pública; deben estar presentes en la formación de los consensos necesarios y en la oposición contra las injusticias. (…) Por tratarse de un continente de bautizados, conviene colmar la notable ausencia, en el ámbito político, comunicativo y universitario, de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas. Los movimientos eclesiales tienen aquí un amplio campo para recordar a los laicos su responsabilidad y su misión de llevar la luz del Evangelio a la vida pública, cultural, económica y política”22.
Afirmado el origen cristiano y natural de la laicidad, Benedicto XVI insiste en la necesidad de superar un uso reductivo de la razón, para alcanzar lo que Juan Pablo II llamó frecuentemente “la verdad sobre el hombre”. Quizá el tema de la relación entre razón y fe y las continuas llamadas a “ensanchar” la razón sea uno de los puntos neurálgicos de este pontificado. Se podrían citar muchos documentos. Aquí sólo haremos mención a los discursos ya citados más arriba.
En su intervención ante la curia romana, Benedicto XVI hace un llamado a la “apertura mental” para establecer un diálogo entre la fe y las ciencias modernas, siguiendo los lineamientos marcados por el Concilio Vaticano II. La misma idea se encuenta en el discurso a la IV Asamblea eclesial nacional italiana: “La reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. (…) Sobre estas bases resulta de nuevo posible ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. Se trata de una tarea que tenemos por delante, una aventura fascinante en la que vale la pena embarcarse, para dar nuevo impulso a la cultura de nuestro tiempo y para hacer que en ella la fe cristiana tenga de nuevo plena ciudadanía”. Esta colaboración entre la fe y la razón traerá muchas consecuencias para la doctrina social, pues “la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego realizar, lo que es justo”23.
En su importante discurso a los miembros del Partido Popular Europeo, el Santo Padre destacó algunos principios que no son negociables, y en los que la Iglesia se empeña en su defensa. Estos principios son: la protección de la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión de hombre y mujer basada en el matrimonio; y la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos. Comentaba Benedicto XVI: “Estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Al contrario, esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma”24.
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Según Alfonso Santiago, “luego de la caída de los regímenes marxistas, en lo que hace a las relaciones entre política y religión y podríamos afirmar que la Iglesia Católica como institución, y los fieles y ciudadanos católicos a nivel personal, se enfrentan actualmente con tres problemas y desafíos principales: el fundamentalismo islámico, el laicismo extremo y el grave problema “interno” de la falta de compromiso y de coherencia de algunos de los propios fieles cristianos en su actuación pública como ciudadanos o gobernantes”25. Considero que el concepto de “sana laicidad” de Benedicto XVI puede dar pie a respuestas eficaces a dichos desafíos.
Como colofón de estas breves reflexiones sobre el concepto de laicidad en Benedicto XVI, quisiera citar por entero el discurso pronunciado por el Santo Padre en el 56º Congreso Nacional promovido por la Unión de Juristas Católicos Italianos, sobre el tema “La laicidad y las laicidades”. Creo que es la mejor síntesis de cuánto el Santo Padre se propone al hablar de “sana laicidad”:
Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto. La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual. Así, ha sucedido que al término “laicidad” se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.
En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.
Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna.
Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete “la legítima autonomía de las realidades terrenas”, entendiendo con esta expresión –como afirma el concilio Vaticano II– que “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente” (Gaudium et spes, 36).
Esta autonomía es una “exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues, por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte” (ib.). Por el contrario, si con la expresión “autonomía de las realidades terrenas” se quisiera entender que “las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador”, entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).
Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”, la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.
Por otra parte, la “sana laicidad” implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto –espirituales, culturales, educativas y caritativas– de la comunidad de los creyentes.
A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.
Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.
Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral”26.
1 S. Th. II-II, q.10, a.10.
2 Cfr. M. FAZIO, Francisco de Vitoria. Cristianismo y Modernidad, Ciudad Argentina, Buenos Aires 1998.
3 Cfr. M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas, 2ª ed., Rialp, Madrid 2007.
4 JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1991: “Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre”, IV, AAS 83 (1991) 410-421.
5 Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, Ciudad del Vaticano 2003.
6 Ibidem.
7 Ibidem.
8 Ibidem.
9 BENEDICTO XVI, Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la curia romana, 22 de diciembre de 2005.
10 Ibidem.
11 Cfr. M. FAZIO, Cristianos en la encrucijada. Los pensadores cristianos del período de entreguerras, Rialp, Madrid 2008.
12 Ibidem.
13 Ibidem.
14 Ibidem.
15 BENEDICTO XVI, Mensaje con ocasión del tercer aniversario de la histórica visita del Papa Juan Pablo II al Parlamento italiano, 18 de octubre de 2005.
16 BENEDICTO XVI, Discurso a los miembros de la Conferencia episcopal italiana, 18 de mayo de 2006.
17 BENEDICTO XVI, Audiencia general, 30 de abril de 2008.
18 BENEDICTO XVI, Conferencia de prensa durante el vuelo hacia Washington, 15 de abril de 2008.
19 BENEDICTO XVI, Discurso del Santo Padre en el encuentro con los representantes de otras religiones, Washington 17 de abril de 2008.
20 BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes de unas jornadas de estudio sobre Europa organizadas por el Partido Popular Europeo, 30 de marzo de 2006.
21 BENEDICTO XVI, Encuentro con los periodistas antes del despegue del viaje apostólico a Turquía, 28 de noviembre de 2006.
22 BENEDICTO XVI, Discurso de apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida 13 de mayo de 2007.
23 BENEDICTO XVI, Discurso a la IV Asamblea eclesial nacional italiana, Verona 19 de octubre 2006.
24 BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes de unas jornadas de estudio sobre Europa organizadas por el Partido Popular Europeo, 30 de marzo de 2006.
25 A. SANTIAGO, Religión y Política. Sus relaciones con el actual magisterio de la Iglesia Católica y a través de la historia constitucional argentina, AD HOC, Buenos Aires 2008, p. 73.
26 BENEDICTO XVI, Discurso al 56 congreso nacional de la unión de juristas católicos italiano, 9 de diciembre de 2006.
Mariano Fazio, historiador y filósofo, es autor de numerosos estudios y ensayos. Ha sido profesor de Historia de las Doctrinas Políticas en la Pontificia Università della Santa Croce, en Roma, de la que ha sido también Rector.