Libertad de expresión versus sentimientos religiosos. Una polémica que periódicamente vuelve a la palestra del debate social con motivo de lamentables episodios. El último de ellos es bien conocido: unos asesinatos en la sede de una publicación satírica francesa y las posteriores actuaciones policiales que se saldaron con más muertos. Pocos días después del atentado, un comentario del Papa Francisco, en el vuelo que le llevaba de Sri Lanka a Filipinas, contestando a una pregunta sobre los dramáticos sucesos de París (“Es verdad que no puedes reaccionar violentamente. Pero, si el Dr. Gasbarri, mi gran amigo, dice algo contra mi madre, puede esperar un golpe. Es normal”), parecía poner más leña en el fuego del debate: tuvo que matizar su declaración días después. Un pequeño paréntesis: como ha observado el periodista norteamericano John Allen, puesto que todo lo que el Papa hace o dice atrae la atención, la prensa podría estar convirtiendo este pontificado en un exceso de historias falsas o asuntos menores tratados como gran novedad, con la complicidad de un ciclo de noticias en el que nadie parece tener tiempo para comprobación de los verdaderos hechos.
En el choque entre libertad de expresión y sentimientos religiosos hay dos posturas totalmente antagónicas. En un extremo, la postura que se atrinchera en la libertad de expresión como una exigencia absoluta de la democracia, responde a la violencia fundamentalista con más sátira. En el otro extremo, la postura del “gatillo fácil” despliega la violencia incontrolada y se toma la justicia por su mano. Parece que no hay diálogo posible. Ninguno parece dispuesto -así cabe deducir desde las caricaturas en el Jyllands-Posten danés, ¡hace ya diez años!- a bajar la guardia.
Algunos han pasado de la defensa de la libertad de expresión a la reivindicación del derecho a la blasfemia. Lo cual no deja de ser curioso: es confundir dos realidades jurídicas diversas. Es cierto que algunos países europeos han hecho desaparecer el delito de blasfemia de sus códigos penales. Sin embargo, ¿desde cuándo una despenalización significa la automática creación de un nuevo derecho fundamental? El derecho fundamental ya estaba ahí, es la libertad de expresión y, como cualquier otro derecho, no es ilimitado. Ei Tribunal Europeo de Derechos Humanos no ha dudado acerca de la legitimidad de ciertas medidas adoptadas por los gobiernos con el fin de proteger los sentimientos religiosos de sus ciudadanos frente a un ejercicio desmedido de la expresión (sentencias Otto- Preminger-Institiut contra Austria, de 1994 y Wingrove contra Reino Unido, de 1996). Por otro lado, al Occidente intelectual y secularizado le cuesta entender que la religión no es sencillamente un accesorio de quita y pon, sino un elemento identitario de marcada intensidad (esto va en la línea de lo de “mentar a la madre de uno” a que se refería el Papa). ¿Por qué se muestra Occidente tan dispuesto a proteger las nuevas identidades generadas por la ideología de género, abandonando las identidades religiosas a su suerte?
Por su parte, los fundamentalistas islámicos recurren a violencia como última y única ratio frente a lo que ven ofensivo e intolerable No son pocos los que entienden que es necesario un diálogo dentro del propio mundo musulmán con el fin de deslegitimar lo ilegítimo. El movimiento internacional de la “difamación de las religiones”, promovido por países musulmanes en foros internacionales, se demostró una trampa mortal, porque ponía en manos de los Estados la decisión de quién es un hereje y quién no, trasladando categorías jurídicas (la difamación de las personas) al proceloso campo de las creencias. ¿Desprecia definitivamente el Islam el diálogo en la “amplitud de la razón”, al que invitaba Benedicto XVI en el Discurso de Ratisbona?
Difícil va a ser que ambas posturas lleguen a un necesario encuentro por dos razones. La primera, porque entienden lo sagrado de distinto modo (la sagrada libertad de expresión, unos, la sagrada imagen del Profeta, los otros). Segundo, porque las respuestas a la mutua provocación son asimétricas (más sátira, más balas). A pesar de que muchos miran hacia el Derecho buscando el remedio a este conflicto, no van a encontrar la solución ahí si los contendientes no reconocen su principio más básico: el respeto a las personas y a su identidad.
Rafael Palomino es catedrático en la Universidad Complutense, Madrid
Fuente: Revista Palabra, Madrid, febrero de 2015