Libertad religiosa y símbolos religiosos

No podemos ceder en libertad religiosa... ni en libertad de expresión

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No hay mal que por bien no venga. Hay muchas lecciones en la crisis de las caricaturas. Mira por dónde, quizás tengamos que dar gracias a Mahoma -en rigor, al fanatismo violento de las turbas y a la cobarde vacuidad de los hipócritas relativistas- por haber provocado, de pronto, la caída de tantas vendas sobre los ojos y mordazas sobre la boca.

Comencemos por el principio. Y el principio es éste: gracias a la influencia del cristianismo -incluso y precisamente a través de las luces y sombras a través de las que, durante veinte siglos, hemos ido digiriendo el colosal impacto de Dios hecho Hombre y, por amor, muerto por nuestras miserias para salvarnos de todas ellas-, es por lo que Europa y la llamada civilización occidental tienen su centro en la afirmación de la dignidad innata e inviolable de toda singular persona humana.

 

En este fundamento profundo descansan el patrimonio de derechos fundamentales y libertades públicas -por igual y sin discriminación- de todo ciudadano, la primacía de la persona sobre las instituciones y poderes públicos, que están a su servicio y no al revés, y el sometimiento del poder político y del Estado al Derecho.

Nos han costado mucha sangre, sudor y lágrimas estos altos valores de civilización humanista y personalista. Pero lo que muchas generaciones lograron atesorar puede debilitarse, hasta perderse, en una sola. Su cáncer y, al fin, la muerte no anidan en estos valores, porque lo que es verdadero no está sometido al ciclo de surgir y alcanzar un cenit, para luego declinar inevitablemente.

La verdad tiene su movimiento, sin duda, pero es otro: es crecer sin límite mediante su más profunda penetración y realización. Y ahí está la cosa. Hay en Europa, desde hace algún tiempo, síntomas de ignorancia y de falsedad. Una parte de nuestra juventud, distraída en conseguir y en consumir bienestar material, es analfabeta acerca de los valores personales y cívicos sobre los que necesita asentarse la calidad humanística de nuestras sociedades.

Es difícil -imposible- apreciar, desarrollar, restaurar los valores que se ignoran, de los que se tiene una floja y relativista noticia. Padecemos algunas generaciones, desde mayo del 68, que evadirían dar la vida por unos valores que ignoran o en los que no creen. Les han dicho que no hay verdad. Les han incitado sólo a ser libres, como si pudieran serlo de espaldas a la verdad.

Hay muchos responsables, sin duda, en la génesis de esta trampa decadente. Pero hay una categoría, una casta, de responsables de primer orden. Son muchos políticos. Algunos con responsabilidades de primer orden. Sus mentiras y falsedades, sus hipocresías y vacíos, sus vanidades y soberbias, su ansia de poder en vez de servicio al bien común de toda la sociedad, están causando daños enormes a la salud y a la fortaleza de nuestras sociedades.

Son políticos cobardes por causa de su vacío interior y déspotas por su codicia de poder. Se burlan, desprecian, amordazan y hacen oídos sordos hacia los que no les responderán con violencia, hacia los mansos de espíritu que, no por debilidad sino por convicción, prefieren recurrir, con paciencia, al Derecho. Adulan, coquetean, conceden, se acobardan y rinden ante los poderosos y los violentos.

La crisis de las caricaturas sobre Mahoma ha desenmascarado la insoportable farsa. Menudo desnudo podrido. ¿Recuerdan? Claro que sí y con toda nitidez. Líderes políticos capaces de fotografíar en Tierra Santa a quienes se burlan de la corona de espinas de Jesús, de consentir que se proponga en televisión la receta de cómo cocinar un Cristo, de participar en la manifestación del Día del Orgullo Gay, donde se hizo pública exhibición de pancartas y disfraces gravemente ofensivas contra la religión cristiana, de autorizar obras de teatro en cuyo mismo título se defeca en Dios, o programas televisivos y espectáculos públicos en los que la burla expresa se reserva en exclusiva para las creencias de los católicos, contra Iglesia y el Papa, manipulaciones indescriptiblemente procaces en Internet con la imagen de la Virgen María..., amén del permiso a los listillos progres para lucir sus gracias mediante frases, expresiones o calificativos despreciativos -«casposos», «oscurantistas y retrógrados», «meapilas», etc.- para los cristianos, en especial, los católicos y la Iglesia.

¿Con qué autoridad esos cínicos e hipócritas políticos, incapaces de respetar los sentimientos religiosos y tutelar el derecho de libertad religiosa de sus propios ciudadanos -que es su primera obligación de oficio-, se llenan ahora la boca pidiendo respeto para las personas y signos de la fe islámica, puntualizando a nuestras sociedades que la libertad de expresión tiene sus límites o que las caricaturas del periódico danés, aun siendo legales desde el punto de vista formal, son reprobables desde el punto de vista moral y político? ¡Caray con la obviedad! Acaban de descubrir el mediterráneo. Hay que ser respetuosos con las creencias religiosas... islámicas.

Por desgracia, no hay honestidad alguna en este tardío descubrimiento. No es la fortaleza de los justos y amantes del Derecho. Es el miedo de los cobardes, la pusilanimidad de los relativistas y oportunistas. La revista El Jueves lo descabella, con un destello de sencilla genialidad, en la portada de su último número (1498): «Íbamos a dibujar a Mahoma...¡pero nos hemos “cagao”!».

La Iglesia y los católicos, en cambio, sí pueden hablar con autoridad de respeto a la libertad religiosa, la de todos, también obvia y plenamente para los fieles del Islam. Ahí está el texto de la declaración Dignitatis humanae , que expresa la posición oficial de la Iglesia Católica, probablemente el texto más profundo y extenso sobre todos los aspectos de los derechos de libertad religiosa. Ningún Estado, ni ninguna confesión religiosa posee una declaración semejante, ni un compromiso público de tal envergadura. Uno de los aspectos más significativos, que deseamos hoy subrayar, es que la honda y amplia defensa de la libertad religiosa por parte de la Iglesia, que se contiene en la Dignitatis humanae, expresa solemnemente una propuesta, un estilo de respuesta, un modelo de reacción ante los ataques sufridos en propia carne. Los escarnios contra la Iglesia han sido furibundos.

Aconsejamos a quiera degustar una muestra excepcional de caricaturas, que dejan en juego de inocentes párvulos las danesas sobre Mahoma, puede hojear una reciente recopilación debida a Dixmier, Lalouette y Pasamonik que, bajo el título «La République et L’Église. Images d’une querelle», ha publicado la editorial La Martiniére el año 2005 en París. Para muestra, Alba ha ilustrado este número con una, no la más ofensiva, del más del centenar que el citado volumen recoge. Pues bien, ni la República Francesa, ni los Estados europeos, ni ninguno se escandalizó ante esas ofensas al cristianismo y a la Iglesia Católica, ni tampoco -diabólica astucia de los políticos- fanatizaron a turbas de ciudadanos y organizaron una masiva respuesta de gran violencia global para, abusando como siempre del nombre de Dios y de los sentimientos religiosos, sacar de la amenaza y el miedo ciertas inconfesables rentabilidades políticas.

La Iglesia y los católicos aplicaron el refrán de Cervantes “paciencia y barajar”. Es decir, aprender qué hay de verosímil en el escarnio y burla, aun la más ofensiva, profundizar en la verdad, conocerla y vivirla mejor. Depurarse, en suma. La respuesta ha sido la Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa y sus derechos y libertades. Respuesta de derechos humanos, en defensa fuerte y valiente de la persona, confiándola a la justicia y al Derecho, esto es, al modo civilizado como las personas conviven el respeto a sus legítimas diferencias y resuelven sus conflictos.

Es en este punto donde, con todo el respeto al Islam pero también a la verdad de las cosas, hay que sugerir dos sendas. La primera es que siendo, según parece, muy minoritarias las turbas fanatizadas y violentas -con algún adolescente asesino de sacerdote católico inocente-, en comparación con los cerca de mil doscientos millones de musulmanes, sean los núcleos más libres y auténticos del Islam quienes emprendan cuanto antes una autorreflexión sobre la violencia, sobre los derechos de las personas, sobre la instrumentalización política del Islam, sobre los temas de encuentro comunes para la convivencia pacífica y en justicia con el resto de religiones y civilizaciones, pues todos los hombres, además y por debajo de cuanto nos diferencia, somos igual humanidad.

La segunda senda es la comprensión de los derechos humanos, en especial del derecho de libertad religiosa y del de libre expresión. Por desgracia, en buena parte de los regímenes políticos, que pasan por islámicos o cercanos, sólo hay libertad religiosa para los musulmanes... y auténtica libertad de expresión para nadie. No es la persona, nos tememos, el valor principal de sus sistemas políticos. Difícilmente la persona puede ver reconocidos y protegidos sus derechos, sobre todo el de libertad religiosa y de libertad de expresión, si política y religión son una única, uniforme y totalizante realidad... en manos de poderes tiránicos. La distinción entre el César y Dios es de origen cristiano, pero revela una verdad universal. El mundo islámico debe abrirse al conocimiento, no falseado, y a la comprensión de la Historia europea, sobre todo en materia de derechos humanos y del derecho de libre expresión.

Nuestra civilización occidental entiende, en las heridas y sufrimientos de la carne de su historia, que no es el poder público -ni reyes ni Estados- quienes son los amos de la verdad y los dueños de imponer esa verdad a sus súbditos, con penas tan severas que pueden llegar a la muerte. Hemos comprendido que el derecho a buscar la verdad y expresarla libremente, en el campo político, científico, social y artístico, es un derecho innato e inviolable de cada singular persona humana. Entendemos que éste es un gran avance de justicia a favor de aquello que es suyo de cada ser humano, porque le pertenece por ser persona que es su valor incondicional, innato e inviolable.

La verdad, la idea de cada quien sobre ella y su expresión no son propiedad del Estado. En honor a la verdad de las cosas, que es la fuente de la fortaleza, no vamos a ceder, no nos vamos a acobardar, no podemos ser en esto frívolos, vacíos, frágiles e hipócritas. Nos jugamos nuestra propia dignidad, nuestro mayor valor. Obviamente, la libertad de expresión tiene límites, pero esas fronteras no las dicta el poder político, sino los otros derechos innatos de la misma persona humana, su honor y fama, su intimidad, su condición de fragilidad -como el niño, la familia o los ancianos- que merece mayor protección. Y es en este marco -de armónica y ordenada conexión entre derechos y libertades fundamentales- donde la libertad de expresión debe tener en cuenta las legítimas exigencias de la libertad religiosa de cada persona. Son los tribunales de justicia los lugares idóneos para apreciar el mejor derecho y reparar injusticias.

En suma: es la persona y su inviolable dignidad el punto donde el Cristianismo, el Islam y el Judaísmo pueden y deben encontrarse. Es en la persona y sus valores. No en la violencia y con la despersonalización alienada de turbas fanáticas.

Publicado en el Semanario Alba, Madrid, 9 de febrero de 2006.

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