Colocar un crucifijo en la pared de un aula se opone a la libertad religiosa y a la libertad de educación, según afirma una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de Estrasburgo. Los siete jueces llegaron a esa conclusión por unanimidad, en respuesta al recurso de una familia italiana que, en años anteriores, vio cómo dos tribunales del país no acogían su petición de suprimir el crucifijo de las aulas del instituto de sus hijos.
Aunque las polémicas sobre este tema no son nuevas en Italia, esta vez la reacción ha sido de mayor envergadura, tanto por el contenido como por la dimensión europea del caso. Las respuestas se han caracterizado por el rechazo transversal y casi unánime de la sentencia, que ha sido interpretada –en buena medida– como un intento del aparato burocrático europeo por imponer una determinada visión de la laicidad sin tener en cuenta el verdadero sentir de los pueblos.
El del pueblo italiano se refleja en un sondeo realizado por ISPO con una muestra representativa de la población nacional. La gran mayoría de los encuestados, el 84%, se declaran favorables a la presencia del crucifijo en las escuelas públicas; el 14% sostiene la opinión contraria (margen de error: 3,5%). Es significativo que quienes quieren crucifijos en las aulas sean también mayoría, 68%, entre los que no van nunca a misa.
El Tribunal de Estrasburgo no depende de la Unión Europea, sino del Consejo de Europa, organismo integrado por los 47 países (entre los que figuran Turquía y Rusia) que han firmado el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950). No juzga, por tanto, según la legislación de la UE, que en este campo es inexistente, sino por la convención y sus protocolos adicionales. Hay que subrayar, en todo caso, que se trata de una sentencia provisional, contra la que el gobierno italiano presentará recurso en los próximos días.
La pared vacía
El tribunal ha condenado a Italia porque, según los jueces, los Estados deben “observar la neutralidad confesional en el ámbito de la educación pública”. La exposición “de un símbolo de una determinada confesión en lugares que son utilizados por la autoridades públicas, y especialmente en clase, limita el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme con sus propias convicciones y el derecho de los niños a creer o no creer”. El tribunal no acepta la objeción de que, desde hace ya mucho tiempo, el crucifijo en Italia y en Europa no es solo un signo religioso, sino humano y cultural, tal y como es percibido también por los ciudadanos que no profesan la fe cristiana. La sentencia del tribunal, sin embargo, no otorga ningún valor a la tradición de los países.
Uno de los puntos más criticados de la sentencia es precisamente la idea de laicidad que contiene: una visión que es fruto de unas determinadas coordenadas ideológicas, y que no es compartida por buena parte de la población. El tribunal, en efecto, considera la laicidad como neutralidad ante los valores, como supresión de las religiones de la esfera pública. Es una pretendida laicidad que se acaba convirtiendo, a su vez, en una especie de religión impuesta.
Como han escrito algunos comentaristas, mantener la “pared vacía”, según pretende con frío formalismo la sentencia, implica desconocer la vida real, el hecho de que las personas forman parte de una historia, de una sociedad y de una cultura. Y en el caso concreto italiano y europeo, desconocer el papel del cristianismo en esos ámbitos. Europa, como recordó hace años el socialista Giuliano Amato, es un lugar donde hay una cruz cada cien pasos, desde Grecia hasta Suecia (que la tienen incluso en sus banderas). Afirmar la laicidad de las instituciones es algo muy distinto a negar el papel del cristianismo en la sociedad.