¿Son realmente confiables las declaraciones de los católicos cuando afirmamos que la libertad religiosa es un derecho humano fundamental, que además forma parte de nuestra propia tradición católica? ¿Puede tomarse en serio la afirmación que al respecto hace el Concilio Vaticano II?
El Lic. Luis Triviño parece responder con un no rotundo. Al menos es lo que yo interpreto de las observaciones críticas que hace a un artículo de mi autoría sobre el tema que publicó Los Andes el pasado 20 de diciembre. El título de su escrito en MDZ es elocuente: “¿Libertad religiosa?”.
El pasado de violencia en nombre de la fe pesaría demasiado como para esperar de los católicos una asimilación genuina del principio de la libertad religiosa. La tradición eclesial, según su óptica, empuja en una dirección contraria.
¿Qué puedo decir al respecto?
Ante todo, que la inquietud es legítima. La libertad religiosa no se ha abierto camino fácilmente en la conciencia de los individuos, en la legislación de los estados y en el sentir común de los pueblos. A los católicos nos ha costado particularmente incorporarla al cuerpo de la enseñanza social de la Iglesia, como a la praxis pastoral cotidiana. Las citas de los Papas del siglo XIX de Triviño dan testimonio de ello. Es verdad que suponen un contexto histórico, cultural e ideológico que sería bueno no perder de vista para calibrar su alcance exacto.
En general, la Iglesia católica vivió traumáticamente el impacto de la Ilustración, portadora además de una alta cuota de anticlericalismo y de un profundo desprecio por el cristianismo como religión revelada. Solo cuando ese clima controversial amainó y se pudo comprender la libertad de conciencia como expresión de la dignidad de la persona y no como mera manifestación de indiferencia ante la verdad y la cuestión de Dios, estuvieron dadas las condiciones para el profundo cambio de perspectivas que tuvo lugar en el siglo XX.
En poco menos de un siglo, la Iglesia pasó de las condenas que reporta Triviño a la declaración del Concilio Vaticano II: “Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (“Dignitatis humanae” nº 2).
¿Cuáles son los fundamentos doctrinales que han permitido a los católicos asumir plenamente el concepto de libertad religiosa?
Señalo tres puntos:
1) El principio según el cual la Iglesia y la comunidad política son independientes y autónomas, unidas por múltiples vínculos de colaboración al servicio de la persona humana (“Al César lo que es del César. A Dios lo que es de Dios”).
2) El primado de la persona humana en el orden social, como sujeto ontológico de derechos y deberes, entre los que se cuenta el derecho-deber de buscar la verdad religiosa y adherirse libremente a ella.
3) El principio teológico del acto de fe como respuesta libre a la revelación igualmente libre y gratuita de Dios. Es Dios el que no coacciona al hombre, sino que promueve una respuesta libre a su revelación.
Estos tres principios están sólidamente fundados en el Evangelio. Tanto en su espíritu como en su letra. Los tres se remiten claramente a la acción y a la palabra misma de Jesús de Nazaret. Este arraigo cristológico del principio de la libertad religiosa es el fundamento más sólido que la fe cristiana puede darle a un valor humano como la libertad religiosa. Este es el núcleo de la más genuina tradición cristiana. A él se remite el Vaticano II para fundamentar su declaración sobre la libertad religiosa.
Es justo reconocer también que semejante cambio de paradigmas ha tenido lugar no solo dentro de la teología y normas canónicas de la Iglesia. Es interesante observar que solo desde hace muy poco tiempo los organismos internacionales vienen desarrollando el concepto de libertad religiosa, superando la concepción que la reduce a mera libertad de culto, como también alargando su sentido más allá de una libertad individual y, por tanto, una libertad de los grupos religiosos como tales. Es igualmente interesante el debate actual para distinguir entre la crítica a las religiones y la libertad de expresión, por una parte, y la incitación al odio o la difamación de las religiones, por otra.
Uno de los aprendizajes que las religiones hemos hecho en estas últimas décadas es el de dialogar entre viejos adversarios. Así ha ocurrido en el ecumenismo, el diálogo interreligioso y también, aunque con relativo suceso, en los intentos de diálogo con el ateísmo. Esto supone el difícil ejercicio de la escucha del otro, tratando de observar la realidad desde su propio punto de vista. Todo esto, motivados por las enseñanzas evangélicas, o nuestras propias tradiciones espirituales. Hemos aprendido, entre otras cosas, que solo quien desarrolla un fuerte sentido de su identidad personal puede ofrecer al otro un diálogo auténtico, incluso cuando se ponen sobre la mesa las diferencias.
Estos aprendizajes son fundamentales para fundar una convivencia humana sólida. Supone el descubrimiento de un “código ético común” al decir del Papa Benedicto XVI. Este es uno de los compromisos más fuertes de la Iglesia y de los católicos hoy.
Sergio Buenanueva es obispo auxiliar de Mendoza
Fuente: Diario de Mendoza, Argentina, 26 de enero de 2009