Discurso pronunciado por Monseñor Dominique Mamberti, secretario vaticano para las relaciones con los Estados, en el Congreso internacional sobre "Secularización y cristianismo en Europa", organizado por la Universidad Europea de Roma y el Consejo Nacional de Investigaciones italiano (Consiglio Nazionale delle Ricerche) el 29 de mayo de 2007
Eminencias;
excelencias;
distinguidas autoridades;
ilustres señoras y señores:
Es para mí motivo de alegría participar en este congreso, y deseo enmarcar mi reflexión en el ámbito del que me ocupo más directamente, o sea, la relación entre la Iglesia y la comunidad política.
Para la Iglesia católica, el concilio Vaticano II expresa claramente la lógica de esta relación. La constitución Gaudium et spes afirma: "La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo" (n. 76).
Esta relación de colaboración, en el respeto de las diferentes identidades, tiende hoy a sustituirse con un "modelo de indiferencia", si no de exclusión, en cuanto que niega el papel público de la religión. Al respecto, puede ser emblemático un episodio relacionado con la reciente campaña para las elecciones presidenciales en Francia, durante la cual uno de los candidatos declaró, en una entrevista, que el cristianismo es parte determinante de la identidad nacional. Al día siguiente, el primer secretario de un partido político criticó dicha toma de posición, declarando: "No hay lugar para la religión en la República que queremos, (...) lo cual no impide aceptar la libertad de conciencia".
Por desgracia, no he leído ni reacciones ni desmentidos a esa afirmación perentoria. Se trata de una concepción de la laicidad que ya no caracteriza al poder secular en cuanto distinto del religioso, sino que tiende a presentarse como una filosofía de vida, una concepción nueva e integral del mundo que excluye, por principio, que las visiones religiosas del mundo tengan un influjo racional y público.
Según muchos de sus defensores, esa laicidad sería una manera de liberarse, sobre todo, de la religión. En consecuencia, el cristianismo debería quedar confinado al último rincón que la ideología secularista le asigna: la conciencia individual. Ante algunas actitudes o incluso ante algunas leyes, se tiene la impresión de que la religión es una "molestia pública", como el humo, por ejemplo, que se puede tolerar en privado, pero que en público debe someterse a estrechas limitaciones.
Sin embargo, si se mira bien, también la ideología secularista, con su correlativo, el relativismo moral, muestra sus límites, y los observadores más agudos se han dado cuenta de ello. Por ejemplo, parecía que los derechos humanos constituían un lenguaje comprendido y compartido, pero ahora palabras como dignidad humana, persona y libertad expresan significados diversos y, a menudo, divergentes. Para algunos, dichos valores se refieren a la persona humana, caracterizada por una dignidad permanente y por unos derechos válidos siempre, en todas partes y para todos; para otros, en cambio, se refieren a una persona cuya dignidad va cambiando y cuyos derechos son siempre negociables, en los contenidos, en el tiempo y en el espacio. En cierto modo, se trata de una caja vacía. Así se corre el riesgo de que los derechos humanos, sobre los que se construye la legitimidad de la modernidad política, faciliten indirectamente la inestabilidad. El relativismo moral, por su parte, provoca una fuga hacia adelante, una búsqueda continua de novedad, que impulsa al legislador a escuchar a grupos minoritarios, en perjuicio de las preocupaciones de la mayoría de la gente.
Por tanto, se nota un vacío de sentido y una pérdida de entusiasmo. Al respecto, la actual situación de estancamiento de la Unión europea es muy significativa. En consecuencia, surge la exigencia de colmar ese vacío con una reflexión cultural y ética más profunda, y se comprende que la sociedad secularizada no pueda privarse de la reserva de sentido contenida en la religión.
Para mantener vivos los valores seculares sobre los que se funda, la democracia tiene necesidad de la religión, de la que, por lo demás, muchos de ellos han surgido. Basta pensar, por ejemplo, en la noción de "persona", que se fue formando durante los debates sobre la teología trinitaria de los tres primeros siglos de la era cristiana; en la idea de autonomía de las realidades naturales; o en el principio de subsidiariedad. Así pues, el cristianismo ha colaborado, de muchas maneras, en la formación de la cultura humana, y por tanto no ha de sorprender que la laicidad, correctamente entendida, pueda y deba conjugarse con la cultura cristiana.
Así se ponen las premisas para un diálogo fecundo entre cristianismo y cultura contemporánea, incluso a nivel público. La aportación del cristianismo no es solamente un hecho del pasado: la fuerza generadora que ha tenido a lo largo de la historia sigue actuando hoy, engendrando los elementos que la democracia necesita.
Con frecuencia se repite que la democracia se rige por la regla de la mayoría. Pero es necesario tener en cuenta que la democracia no puede entenderse sólo en el sentido de un procedimiento. Como recuerda el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, "una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del "bien común" como fin y criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad" (n. 407).
Por tanto, el ordenamiento civil, para ser auténticamente democrático, necesita valores, y la religión es capaz de inspirar valores idóneos para una convivencia pacífica y auténticamente respetuosa del hombre. La verdadera democracia solamente puede edificarse sobre una base firme y sólida, constituida ante todo por la plena verdad del hombre. Y la Iglesia tiene el deber de elevar su voz allí donde la verdad fundamental del hombre comienza a ser manipulada o negada, donde se violan los derechos inalienables de la persona.
La Iglesia, por consiguiente, no pretende sustituir a los Estados, sino contribuir a iluminar los principios universales que constituyen la base de las democracias y que algunas decisiones políticas pueden ofuscar o descuidar. Por eso, si las autoridades eclesiásticas formulan propuestas o manifiestan reservas con respecto a leyes o disposiciones de las instituciones civiles, no se trata de injerencia, sino más bien de libre manifestación de sus opiniones -la cual compete a todo ciudadano- y también de una forma de ejercicio de la misión propia de la Iglesia de iluminar las conciencias para el bien común. En cambio, sería una manifestación de intolerancia de la sociedad o de las autoridades civiles tratar de impedir que la Iglesia cumpla esa misión específica, o denigrarla porque no comparte ciertas opciones.
Asimismo, en Europa el cristianismo ofrece un conjunto original e insustituible de ideas y de experiencias concretas, de las que es históricamente portador, y revitaliza el patrimonio que ha forjado la identidad del continente.
Hoy en día este continente se debe considerar también en el ámbito más vasto y articulado de la realidad mundial. Por eso, el diálogo entre secularización y cristianismo no puede prescindir de esta especificidad global. Desde esta perspectiva, la fe cristiana y la racionalidad secular, conscientes de que son dos protagonistas de la cultura occidental, deberían relacionarse con las otras grandes culturas, con las que se identifican poblaciones incluso más numerosas que la población europea. Esta relación, polifónica y abierta a la razón, también podría ayudar a redescubrir o profundizar valores y normas deseados por todos los hombres, permitiéndoles obtener nueva fuerza de iluminación y mayor fuerza operativa.
Por último, como cristianos debemos esforzarnos por transformar las dificultades en oportunidades y, en consecuencia, también convertir en ocasiones los desafíos planteados por la secularización. En este sentido, estamos llamados a mostrar que la fe cristiana desarrollada en Europa es también un medio para hacer confluir razón y cultura, y para mantenerlas juntas, en una unidad que incluya la acción.
Además, y concluyo, la secularización puede estimularnos a redescubrir el cristianismo en su esencialidad y a dar razón de él en un mundo que a menudo lo rechaza. A este mundo podemos y debemos mostrarle que nuestra fe no es una reliquia del pasado, sino un tesoro del presente y una inversión para el futuro; más aún, es la mejor inversión, porque es la más fecunda y la que da frutos para la eternidad.