Libertad Religiosa - Doctrina de la Iglesia Católica

La presencia pública de la Iglesia en la sociedad de hoy

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Conferencia que pronunció el Cardenal Lluís Martínez Sistach, Arzobispo de Barcelona, en el Club Siglo XXI de Madrid el día 17 de abril de 2008

Introducción

Agradezco sinceramente la invitación para pronunciar una conferencia en esta importante tribuna política y social, que me permite desde mi fe y mi identidad eclesial exponer en el contexto actual de nuestra sociedad cual debe ser la presencia pública de la Iglesia.

Hay unas palabras del Concilio Vaticano II que pueden dar el marco de esta presencia eclesial en la sociedad. Son las palabras que dan inicio a la Constitución Pastoral Gaudium et spes: "El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también el gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido el mensaje de salvación para proponérselo a todos. Por ello, (la Iglesia) se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia"[1]. La Iglesia existe para evangelizar y servir a la sociedad. Esta es su identidad más profunda[2]. Evangelizar la sociedad postmoderna pide que la Iglesia redescubra el valor y la necesidad del primer anuncio de la fe y que trabaje en la iniciación cristiana postbautismal y en la diaconía de la caridad[3] .

Esta es la justificación de mis palabras en esta tribuna: quiero anunciar -como obispo- algunas de las consecuencias del mensaje de Cristo y colaborar modestamente -en las circunstancias concretas de nuestro país- al noble quehacer ciudadano de una convivencia pacífica, justa y libre a la luz del Evangelio.

El Concilio Vaticano II y el régimen de libertad religiosa

En los documentos de los pontífices más recientes, la Iglesia ha ido poniendo el acento en el hombre y en los derechos inalienables de la persona y de la sociedad. Juan Pablo II afirmó que el camino de la Iglesia es el hombre. También cabe subrayar que las relaciones de la Iglesia con la política no puedan encuadrarse exclusivamente ya en sus relaciones con el Estado. Más bien la Iglesia, ha de valorar y mejorar su presencia y sus relaciones con la sociedad; también con el Estado, pero dentro del marco de las relaciones que éste tiene que mantener con toda la sociedad y con sus diferentes grupos o sectores.

El peso de la historia de la Iglesia sobre tan difícil tema gravita, aún después del Concilio Vaticano II -en el cual se proclamó solemnemente el principio de la libertad religiosa-, sobre la gran necesidad de la reconciliación y la sana convivencia ciudadanas. Se ha pasado de una concepción fundamentada en el antiguo derecho público eclesiástico al régimen de libertad religiosa.

La Iglesia necesita libertad para anunciar a Jesucristo y realizar su misión en la sociedad, de tal manera que "la libertad de la Iglesia es el principio básico de las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil"[4]. Por ello, el Concilio Vaticano II afirmó que "donde está vigente el principio de la libertad religiosa, proclamado no sólo con palabras, ni solamente sancionado con leyes, sino también llevado a la práctica con sinceridad, allí, al fin, la Iglesia logra la condición estable de derecho y de hecho para la necesaria independencia en el cumplimiento de su misión divina que las autoridades eclesiásticas reivindican cada vez más insistentemente dentro de la sociedad" [5].

En el espíritu de la transición

Me permito señalar que aún siendo nuestro pueblo uno de los que, en su configuración política y en sus vicisitudes históricas, el cristianismo ha tenido tanto peso, apenas hemos reflexionado sobre el fenómeno religioso, sobre su importancia y sobre su verdadero papel en la configuración de la conciencia personal y colectiva de los ciudadanos. Aquí hemos sido -y en parte seguimos siendo- antes clericales o anticlericales que religiosos o antirreligiosos, creyentes o ateos. La herida profunda de las dos Españas, por desgracia, aún no ha sido totalmente cicatrizada.

Para conseguirlo hubo un loable esfuerzo por parte de todos en el período de la denominada transición política. La misma Constitución de 1978 -esta conferencia se enmarca dentro del ciclo que este Club dedica a la Constitución española "30 años después..."- es una muestra de aquella intención y trabajo de las distintas fuerzas sociales, políticas y religiosas de España. En todo el proceso de elaboración del que al fin sería el texto refrendado de la Ley fundamental, de todas las aportaciones e intervenciones de los distintos grupos políticos que condividieron la llamada fórmula de "consenso", descuellan sin duda dos grandes principios en relación al hecho religioso. En primer lugar, la voluntad de cambio cualitativo: la Constitución debía suponer una modificación auténticamente substantiva de la legislación eclesiástica del régimen político anterior. En segundo lugar, la voluntad de superación definitiva de la "cuestión religiosa", en el sentido de solucionar para siempre que la regulación del hecho religioso fuese motivo de división entre los ciudadanos. Tal era también la voluntad de la Conferencia Episcopal Española expuesta en la declaración colectiva "Los valores morales y religiosos ante la Constitución": "Así se evitará -afirmaban los obispos- que razones ideológicas o religiosas sean causa de divisiones y luchas a las que desearíamos cerrar el camino para siempre"[6]. No obstante, desde hace un tiempo, se respiran otros aires muy distintos de aquellos de la transición. Corremos el peligro de echar a perder y relegar al olvido este patrimonio.

Uno de los puntos en que se inspiró la transición fue el del pluralismo de las opciones políticas de los católicos, en aplicación del principio formulado por Pablo VI en la carta apostólica Octogesima Adveniens -publicada en el octogésimo aniversario de la encíclica de León XIII Rerum Novarum- de que una misma fe puede conducir a compromisos políticos diversos, o lo que es lo mismo, el pluralismo de opciones políticas de los cristianos. No es misión de la Iglesia apadrinar o promover una opción política determinada. La misión de los laicos católicos, allí donde realicen su tarea en el ámbito de las realidades temporales, es procurar que éstas se ordenen al bien de la persona y que realicen en lo posible los valores del Evangelio en nuestra sociedad.

Otro punto incluido en aquel espíritu de convivencia fue el de valorar y dignificar la acción política, que es una tarea propia de los laicos y que exige no poca vocación y entrega. Aunque la actuación política pueda ser sometida a una valoración crítica, ello debe hacerse evitando las descalificaciones y el descrédito de quienes encarnan las instituciones políticas. También es verdad que no todo es lícito en la contienda política. Todos los medios de comunicación -y muy especialmente los de inspiración o de titularidad eclesial- tienen en este punto una grave responsabilidad para respetar la verdad y favorecer el diálogo sereno sobre unos problemas que afectan a toda la sociedad.

Por lo que se refiere a la Iglesia, de acuerdo con la doctrina del Concilio Vaticano II, el espíritu de la transición incluía un claro sentido de apoyo a la instauración de la democracia. Los católicos hemos de colaborar en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la auténtica tolerancia y de la convivencia en el mutuo respeto, la libertad y la justicia.

El espíritu y la letra de la Constitución de 1978

La Constitución española no quiso apostar por ninguna de las siguientes soluciones extremas: ni una España confesional ni tampoco una España laicista. Se optó por una postura intermedia. Se estableció la aconfesionalidad del Estado. Y para evitar la expresión hiriente de la Constitución republicana, se eliminó la formulación negativa que, tal como estaba prevista en el borrador ("El Estado español no es confesional"), podría presentar un asidero a una interpretación laicista, como señala Corral. Para significarlo se mantiene la expresión negativa de la frase, pero se elimina el adjetivo calificador "confesional", y en forma, si no técnica, al menos aséptica, se dirá: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal" [7] .

De esta manera la Constitución de 1978 representa una solución novedosa y ello en tres órdenes de cosas. En primer lugar, rompe la tradicional idea de concebir la confesionalidad o la laicidad del Estado como extremos opuestos de una misma línea, como representaciones pendulares -positiva o negativa- de la actitud del Estado ante lo religioso.

En segundo lugar, la Constitución contempla el principio de laicidad, pero lo concibe con un contenido y le asigna una función informadora muy diversos respecto de los habituales en el significado decimonónico de "laicidad del Estado".

Y, en tercer lugar, nuestra Constitución resuelve de manera más profunda y sólida el fundamento, las garantías y los límites del derecho fundamental de la libertad religiosa como consecuencia de inspirar su reconocimiento en el principio de libertad religiosa como principio primario del Estado en materia religiosa.

Considero que la laicidad del sistema constitucional español es una laicidad positiva y abierta. Positiva, porque respecto de la religión pasa de la neutralidad radical negativa a la colaboración. Abierta, porque se descarga del sentido hostil y excluyente de la religión y se abre hacia ella sin discriminación e incluso hacia su promoción. Este contenido constitucional ha de orientar y permeabilizar todo el ordenamiento jurídico de nuestro país.[8]

El actual debate sobre la laicidad

Hoy en Francia, Italia y España hay un debate muy vivo sobre la laicidad. Recientemente, el cardenal de Venecia, Angelo Scola, ha publicado un libro sobre la nueva laicidad. El concepto de laicidad no es algo extraño y ajeno a la tradición cristiana. Benedicto XVI ha subrayado su inequívoca matriz cristiana. Su fundamento se encuentra en aquella famosa sentencia de Jesús: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"[9]. Esta norma establecida por el Señor ha entrado a formar parte del patrimonio de la humanidad en lo referente a la configuración de las sociedades democráticas. El mismo Pontífice, en su visita al Presidente de la República italiana, el 24 de junio de 2005, pronunció estas palabras: "Es legítima una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se gobiernan según las normas que le son propias, sin excluir sin embargo las referencias éticas que encuentran su fundamento último en la religión".

Banderas en un campanario
Banderas
en un campanario

Al hablar de laicidad hay que insistir en dos aspectos que considero fundamentales. El primero consiste en la asunción crítica de la modernidad por parte de los cristianos. Esto pide dar importancia al nexo verdad-libertad y reconocer que la libertad está llamada a valorar y servir a la verdad. Y, en segundo lugar, la modernidad ha sido concebida a menudo como laica, en el sentido de considerar la religión como un hecho meramente privado. Es necesario, por tanto, pensar de nuevo en el significado del término `laico´".

Benedicto XVI, en su discurso a los Juristas Católicos italianos, manifestó que "todos los creyentes, y de una manera especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por un lado, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que le corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otro lado, afirme y respete la legítima autonomía de las realidades temporales que tienen sus leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir y ordenar"[10] .

La "laicidad" del Estado es una característica propia del Estado que se afirma en contraposición a una indebida presencia de la Iglesia en la vida política que se suele llamar "clericalismo" o, si se quiere, confesionalismo político. Pero, al mismo tiempo y en sentido contrario, se habla también de "laicismo", para significar el rechazo de cualquier forma de presencia de la fe religiosa y, más en concreto, de la Iglesia en la vida política.

El problema planteado por la laicidad hace referencia a una realidad más amplia que la que puede plantearse en el tema concreto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Debe situarse en el contexto más general de la presencia del hecho religioso en general y de la Iglesia en particular en las diversas culturas y, más precisamente, en la vida de las comunidades políticas.

Es evidente que en la afirmación de la dignidad de la persona humana, cada uno puede apoyarse en razones propias que no tienen por qué coincidir con las razones de los demás. Entre estas razones están también las que derivan de la propia fe religiosa. Esa influencia del hecho religioso, aún siendo real, en ningún modo debe ser interpretada como una indebida intromisión de la religión en el ámbito de lo temporal.

Es una manifestación clara y fundamental de que una pretendida separación entre lo "temporal" y lo "espiritual", como si se tratara de cosas diferentes que nada tienen que ver entre sí, es insostenible. Se hace así presente la ineludible cuestión del "espíritu" que ha de animar la concepción "humanista" del bien común de la comunidad política.

Dado que la convivencia de las personas en las comunidades políticas es algo connatural a la persona humana y teniendo en cuenta que la presencia del fenómeno religioso es también una realidad que no puede ser vivida, ni individualmente ni colectivamente, fuera de la comunidad política, es normal que nos preguntemos por qué algo que debería ser natural, ha de plantearse en términos de conflicto y enfrentamientos cuando queremos hablar de las relaciones entre el Estado y la Iglesia.

Laicidad y laicismo

El Estado no puede ignorar que el hecho religioso existe en la sociedad. Pretender que el Estado laico haya de actuar como si ese hecho religioso, incluso como cuerpo social organizado, no existiera, equivale a situarse al margen de la realidad. El problema fundamental del laicismo que excluye del ámbito público la dimensión religiosa consiste en el hecho de que se trata de una concepción de la vida social que piensa y quiere organizar una sociedad que no existe, que no es la sociedad real. La fe o la increencia son objeto de una opción que los ciudadanos han de realizar en la sociedad, especialmente en una sociedad culturalmente pluralista en relación con el hecho religioso.

El principio de la mutua independencia y autonomía de la Iglesia y la comunidad política no significa en absoluto una laicidad o aconfesionalidad del Estado que pretenda reducir la religión a la esfera puramente individual y privada, desposeyéndola de todo influjo o relevancia social. Esto es laicismo. El Estado ha de promover un clima social sereno y una legislación adecuada que permita a cada persona y a cada religión vivir libremente su fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y disponer de los medios y espacios suficientes para poder aportar a la convivencia social las riquezas espirituales, morales y cívicas. La laicidad significa la actuación estatal de reconocimiento, garantía y promoción jurídicas del factor religioso[11].

El estudio comparado sobre la libertad religiosa y las relaciones Iglesia - Estado en las constituciones contemporáneas pone de relieve la diferencia que se da según que lo religioso sea estimado como un valor de la sociedad o, por el contrario, se considere como un elemento negativo. En el primer caso, el Estado no sólo reconoce y tutela la religión, sino que la apoya y la fomenta respetando siempre el principio de libertad religiosa. En el segundo caso, se limita a lo sumo a tutelarla[12].

En el fondo juega la concepción y valoración que se tiene de la religión. Si ésta es valorada negativamente, la laicidad se convierte en laicismo. Si, por el contrario, la presencia de la Iglesia es concebida positivamente, como una posibilidad de enriquecimiento para la edificación común de la sociedad civil, la laicidad tiene su significado auténtico de respeto y de colaboración con esta aportación al bien de las personas y al bien común. En este último sentido, la presencia de la Iglesia no es percibida como una injerencia, sino como una posibilidad de enriquecimiento de la sociedad.

La Constitución española la reconoce como un valor para el bien común, y en el art. 16,3 establece que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". Estas consiguientes relaciones -como son los Acuerdos Santa Sede y Estado español y las tres leyes acuerdos para respectivamente los protestantes, los judíos y los musulmanes- son la consecuencia necesaria de la valoración positiva del factor religioso por parte del Estado, no significan ningún privilegio concedido a estas confesiones religiosas y estos instrumentos jurídicos como tales están en plena armonía con un régimen de libertad religiosa[13].

Aquella sentencia de Jesús ha sido recogida por el Concilio Vaticano II por lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Concretamente, el Concilio afirma que "la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de las mismas personas. Este servicio lo realizan tanto más eficazmente en bien de todos cuantos procuren mejor una sana cooperación entre ambas"[14].

Juan Pablo II, en su discurso a los obispos franceses con motivo del centenario de la ley de 1905 de separación de la Iglesia y del Estado, afirmó que "unas relaciones y unas colaboraciones de confianza entre la Iglesia y el Estado sólo pueden tener efectos positivos para construir juntos aquello que el Papa Pío XII ya llamaba `la legítima y sana laicidad´, que no sea un tipo de laicismo ideológico o de separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas".

Dimensión pública de la religión

El reconocimiento del valor de la dignidad de la persona humana tal como se afirma en Declaración Universal de los Derechos Humanos -de la cual con satisfacción este año celebramos el 60 aniversario- se apoya en el reconocimiento de sus derechos fundamentales, entre los cuales está el derecho a la libertad religiosa, en los términos en que lo hace el art. 18 de la misma Declaración. Este derecho no se refiere sólo al culto y a las creencias personales de cada uno. Alcanza también al ejercicio creativo de la fe y la vida religiosa, a su manifestación pública y a su difusión, mediante el ejercicio del derecho a la libre reunión, expresión y asociación que se recoge en los artículos 19 y 20. Un derecho, por tanto, que el Estado debe tutelar y que no puede ignorar. También en este caso, una pretendida separación de campos de competencia de la Iglesia y del Estado, fruto de la mutua ignorancia entre ambos, no es ni jurídica ni políticamente aceptable.

Será absolutamente necesario distinguir lo que es la "laicidad del Estado" y lo que es una "sociedad laica". No se puede ignorar que la laicidad del Estado está al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso. Por el contrario, una sociedad "laica" implicaría la negación social del hecho religioso o, al menos, del derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas. Lo que hemos visto que sería precisamente algo contrario a la laicidad del Estado. La laicidad del Estado no puede suponer ni pretender hacer que la sociedad sea "laica".

España se nos presenta hoy como un terreno necesitado del testimonio de la Iglesia y de los cristianos. Nuestro país participa de la cultura occidental, que va generando un nuevo estilo de vida etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera) en la cultura y la vida pública. En esta línea, la ética se sitúa dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo. Este tipo de cultura representa un corte radical y profundo no sólo con el cristianismo, sino, más en general, con las tradiciones religiosas y morales de la humanidad.

Con todo, nuestro país constituye al mismo tiempo un terreno muy favorable para el testimonio cristiano, pues la Iglesia aquí es una realidad viva, que conserva una presencia capilar en medio de la gente. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas, mientras que se está realizando un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones. Además, se siente la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista.

También quien no ha encontrado en su vida a Dios debería buscar y dirigir su vida etsi Deus daretur, (como si Dios existiese). Este es el consejo que ya daba Pascal a los amigos no creyentes; es, como escribe Benedicto XVI, "el consejo que damos también hoy a los amigos que no creen. Así ninguno queda limitado en su libertad, y así todas nuestras cosas encuentran un sostén y un criterio del cual tenemos urgente necesidad"[15].

La presencia de la Iglesia nunca deberá encerrarse en sí misma, renunciando a la acción, sino que es preciso mantener vivo e incrementar su dinamismo. La Iglesia y los cristianos han de dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes del hombre de hoy. Si sabemos hacerlo, la Iglesia prestará un gran servicio a este país.

Ante la realidad de nuestra sociedad pluralista, se exige buscar el propio "sitio" de los cristianos y de la Iglesia en esta nueva situación socio - cultural, sin que ello suponga la pérdida de la propia identidad.

La Iglesia no deba pretender imponer a otros su propia verdad. La relevancia social y pública de la fe cristiana ha de evitar una pretensión de hegemonía cultural que se daría si no se reconociera que la verdad se propone y no se impone. Pero ello no significa que esa Iglesia no pueda ofrecerla a la sociedad, en la totalidad de lo que significa ser el "anuncio del Evangelio". Se trata de una propuesta que apela al valor trascendente de la persona y salva a la sociedad del riesgo de un pensamiento único, que lo allana y uniformiza todo. La sociedad es, quiérase o no, un lugar de convergencia de múltiples influencias que actúan en los ciudadanos. Todo ello ha de caber en la actuación de un Estado respetuoso con la libertad religiosa.

La fe cristiana no es algo meramente intelectual. Es también el principio inspirador de una manera de vivir y de actuar. El modo de "estar" en la sociedad propio del creyente, ha de llevar consigo también un modo de "actuar", inspirado por su fe, ordenado a influir en la sociedad para una mejor configuración de la convivencia, coherente con valores humanos inherentes a la fe cristiana.

Quien tiene una visión religiosa de la existencia, podrá sacar de ella las urgencias desde las que ha de construir el bien común, el servicio a las personas y a la sociedad. Podrá incluso tratar de mostrar las dimensiones positivas que para la realización del bien común pueden derivarse de ellas, si son asumidas por la sociedad, desde las libertad personal de cada ciudadano. Lo que no deberá ser interpretado como una rechazable voluntad de imponer "obligaciones religiosas" a todos los ciudadanos incluso a los no creyentes. El Estado no es independiente con respecto a la ética, ya que está al servicio de los derechos del hombre. La Iglesia no se excede en su responsabilidad de interpelar a los poderes públicos cuando el ser humano y los derechos de la persona o su dimensión trascendente no son respetados[16].

Benedicto XVI en una entrevista a las televisiones alemanas dijo que "el cristianismo no es un cúmulo de prohibiciones sino una opción positiva". Es preciso ofrecer toda la riqueza que contiene el humanismo cristiano, capaz de interesar a muchas personas -especialmente a los jóvenes- y de querer vivirlo con ilusión y alegría. La presentación del mensaje de Jesús con toda claridad y fidelidad es la tarea prioritaria de la Iglesia en nuestra sociedad. La Iglesia, que tiene una visión positiva de la vida y de la persona, ha de presentar con convicción el mensaje del evangelio. Tenemos el peligro de limitarnos -o dar la impresión que nos limitamos- a denunciar aunque sea con espíritu de colaboración, los contenidos sociales y legales que no responden a los auténticos principios antropológicos, éticos y morales.

La Iglesia no es ni quiere ser un agente político, "pero -como afirma Benedicto XVI- tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuyo alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica. En efecto, la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser [...]. Con su doctrina social contribuye a hacer lo que se puede reconocer eficazmente y luego realizar también lo que es justo"[17]. La Iglesia debe, por ello, asumir positivamente la totalidad de su misión evangelizadora, frente a cualquier posicionamiento intraeclesial meramente "defensivo", tanto en lo relativo al anuncio de la fe del Evangelio, como a la capacidad del transmitir a la sociedad civil un "espíritu" que pueda hacerla más humana.

Ciertamente, el pleno reconocimiento del verdadero ámbito de lo religioso es completamente vital para una adecuada y fecunda presencia de la Iglesia en la sociedad. Lo religioso va más allá de los actos típicos de la predicación y del culto; repercute y se expresa por su propia naturaleza en la vivencia moral y humana, que se hace efectiva en los campos de la educación, del servicio social, de la vida, del matrimonio y la familia y de la cultura[18]. Todo ello "presupone una aceptación, no recortada jurídicamente, de su significación pública"[19]. Cabe hablar de una esfera pública plural cualificada religiosamente, en la que las religiones desempeñan un papel de sujeto público, claramente separado de las instituciones del Estado y, al mismo tiempo, presente en la sociedad civil.

Ningún Estado reduce su actividad a prevenir y castigar los comportamientos que atentan contra el orden público, sancionados en los códigos penales. El Estado tiene, además, toda una amplísima gama de actuaciones de impulso y promoción positiva del bien común. Y la vida religiosa de las personas y de las comunidades religiosas es parte integrante de este bien común.

El servicio de la Iglesia a la sociedad

El servicio que presta la Iglesia a de la sociedad -en el orden prepolítico de las ideas y valores morales, de las imágenes globales del hombre y de la vida- es de mucha magnitud y muy importante. El querido cardenal Narcís Jubany tuvo su conferencia el año 1979, en esta misma sede, y habló de la importante función "nutricia" de la Iglesia en la sociedad. Las sociedades democráticas tienen el riesgo de vaciarse éticamente, de perder la fuerza indispensable de unas concepciones sobre la vida humana y de unos valores morales que inspiren, dinamicen y fortalezcan su vida y sus impulsos hacia adelante. Las sociedades pueden caer así irremisiblemente en el consumismo sin sentido, en la indiferencia y la insensibilidad moral, con sus consiguientes resultados de aumento de la agresividad, la criminalidad, el desprestigio de las instituciones y de las leyes, una permisividad creciente que corre el riesgo de llegar a la disolución de la misma sociedad o a una vuelta irremediable a la rigidez de un sistema autoritario, como única forma de subsistencia.

En una sociedad democrática deben existir grupos sociales, religiosos y culturales que se ocupen de una irrigación espiritual y ética de los ciudadanos, para que luego ellos, en el libre ejercicio de sus derechos y su participación política, transmitan al Estado el reflejo de estas sensibilidades morales y exijan a quienes aspiran al poder político o lo ejercen, el respeto, la protección y la promoción de esta savia espiritual sin la cual no puede existir una sociedad libre ni una ciudadanía responsable. El poder político y las instituciones que lo pretendan o lo ejercen, están al servicio del hombre y de la sociedad, sujetos a las preferencias y a las convicciones también éticas y morales de los ciudadanos y sin poder nunca arrogarse el papel de educadores y amaestradores de una sociedad domesticada y dominada más que gobernada. Las instituciones políticas deben saber que aquellos grupos son los que tienen que desarrollar el importante papel de enriquecer culturalmente, espiritualmente, moralmente a la sociedad entera en un marco de libre y respetuosa expresión de sus ideas.

Para percatarse del servicio que presta la Iglesia, basta pensar en qué sería de una ciudad, por ejemplo Barcelona, sin la presencia y actuación de las parroquias, comunidades religiosas, asociaciones, e instituciones eclesiales en el campo de la espiritualidad, de las relaciones interpersonales, de la pobreza y marginación, de la atención a los ancianos y a los enfermos, de la educación y enseñanza, de la cultura, etc. Sería una ciudad pobre, muy pobre, deshumanizada, con graves problemas sociales. Esta simple constatación contribuye a que los cristianos tengamos la debida autoestima muy necesaria a toda persona e institución.

Considero que en nuestra sociedad hay un déficit de debate social sereno, plural y respetuoso sobre los temas de calado antropológico y ético, que evite el riesgo de excesiva politización y confrontación. Esta aportación de las realidades sociales y culturales, de la Iglesia y confesiones religiosas, ayudaría al debate parlamentario enriqueciéndolo con las reflexiones que las referidas instituciones ofrecerían.

La presencia de la Iglesia en la sociedad y las relaciones de la jerarquía con las autoridades civiles han de ser de diálogo leal y de colaboración constructiva desde la propia identidad. La Iglesia quiere contribuir al discernimiento de algunos valores que están en juego en la sociedad y que inciden en la auténtica realización de la persona humana y de la convivencia social. La Iglesia desea hacer oír su voz dialogante y profética, con actitud de colaboración ya que busca el bien de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios y "todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y culminación"[20].

Con este espíritu de amor y de servicio propio de la Iglesia y de los cristianos, a nadie debería de incomodar la voz profética de la Iglesia sobre la vida familiar, social y política, también cuando va a contracorriente de estados de opinión ampliamente difundidos. Nuestro conformismo privaría a la sociedad de una antigua sabiduría que hemos recibido de lo alto y que ha estado presente y activa en las raíces de nuestra antropología y de nuestra historia. El diálogo pide sentido de la identidad y, a la vez, aceptación del otro con voluntad de convivencia. La historia de nuestro siglo XX nos advierte sobre los males de la confrontación excluyente: los cristianos no queremos ni contribuir a la confrontación ni ser víctimas de ella.

Presencia de los laicos cristianos en la sociedad

Esto pide una presencia activa y comprometida de los laicos cristianos en la sociedad. El cristianismo no es solo una herencia muy valiosa para nuestro país; es también una realidad presente y viva. Las raíces cristianas han dado frutos y son muchos los cristianos, hombres y mujeres, que quieren hoy estar muy presentes en la vida pública para aportar toda la riqueza del humanismo cristiano.

He dicho a menudo que son muchos los cristianos laicos que asumen responsabilidades en el ámbito intraeclesial, pero que hay un déficit de su presencia en el mundo secular, un ámbito que les es muy propio, ya que el Concilio Vaticano II dijo que la característica secular es propia y peculiar de los laicos. Por esta vocación específica, corresponde a los laicos buscar el Reino de Dios gestionando las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, es decir, en todos y cada uno de los trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de las que su existencia está tejida[21]. Benedicto XVI afirma que "la tarea inmediata de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad no corresponde a la Iglesia como tal, sino a los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad. Se trata de una tarea de suma importancia"[22].

Esta presencia de los cristianos en el mundo, incluida la política, no se ha de entender como una simple cadena de transmisión de los criterios de la jerarquía. En realidad, al laico cristiano le corresponde mucho más que esto: oídos los principios que hay que seguir en los asuntos temporales señalados por el magisterio, le corresponde decidir, desde la realidad en donde vive inmerso, guiado por su conciencia responsable.

La Iglesia ha de priorizar la evangelización de las personas. En nuestro país, hemos de orientar el trabajo eclesial hacia la formación auténtica y sólida de los cristianos para que vivan su vida cristiana con fidelidad a la Iglesia y con generosidad y para que manifiesten su fe con el testimonio de la propia vida y con las palabras en medio de la sociedad, sea cual sea la realidad cultural, social y política. Especialmente hoy necesitamos cristianos plenamente convencidos, que conozcan a fondo los contenidos de la fe y que estén siempre a punto para dar respuesta de su esperanza, como pide el apóstol Pedro.

Esta es una de las prioridades más importantes y urgentes que tenemos en las diócesis españolas y hay que dedicarle una especial dedicación, en medio del clima cultural de relativismo y de indiferencia religiosa en que vivimos. En nuestra archidiócesis de Barcelona considero que hay un cincuenta o un sesenta por ciento de los adolescentes y jóvenes que se mueven en torno a la Iglesia, ya sea en las escuelas cristianas, en las parroquias, en los movimientos y asociaciones eclesiales, etc. Esto pide intensificar los esfuerzos para que sean debidamente evangelizados, catequizados y formados como auténticos cristianos.

Concretamente, el Plan Pastoral trienal de Barcelona incluye tres objetivos prioritarios, dos de los cuales están dedicados a la transmisión de la fe a los jóvenes y a su integración en la comunidad cristiana y a la atención pastoral a los matrimonios y a las familias. Pienso que estos dos objetivos son una buena opción prioritaria pensando en el presente y también en el futuro de la Iglesia y del país para que sus raíces cristianas sean hoy y siempre muy fecundas.

Este trabajo en la formación de auténticos cristianos ha de contribuir también a un enriquecimiento espiritual de la sociedad, ya que con su vida, con su testimonio y con su actividad harán que la sociedad se configure más de acuerdo con sus raíces cristianas, las instituciones estén más impregnadas de valores evangélicos y que el ordenamiento jurídico de la sociedad se adecue más y más a los principios y valores del humanismo cristiano.

Los obispos de Cataluña hemos manifestado recientemente que "estamos convencidos de que cuando el Evangelio es acogido por las personas, la comunidad civil se hace también más responsable, más atenta a las exigencias del bien común y más solidaria con los necesitados"[23].

Esto pide que los cristianos conozcan, valoren y divulguen más y más los contenidos de la doctrina social de la Iglesia que les llevará a trabajar en la búsqueda del bien común de la sociedad con la colaboración de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

El cristianismo en el pasado y presente de nuestro país

La identidad de España es incomprensible sin el cristianismo, y precisamente en él se encuentran aquellas raíces comunes que han hecho madurar la civilización de nuestro país y de todo el continente europeo, su cultura, su dinamismo, su capacidad de expansión constructiva. Pero la concepción cristiana no radica solo en unos orígenes judeocristianos más o menos lejanos, como algunos querrían hacer creer, sino que se asienta en el centro de la Ilustración y llega por diversas vías hasta nuestro tiempo, culminando en la máxima expresión que significa la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que hubiera sido imposible sin el fundamento cristiano.

Esta realidad histórica y presente de nuestro país tiene unas consecuencias, y a la vez unas exigencias, si queremos ser coherentes con nuestra propia identidad. Se trata, en primer lugar, de conocer y valorar esta identidad. Esto significa que es absolutamente necesario tener un conocimiento adecuado de los contenidos del cristianismo que han impregnado nuestra cultura y nuestra identidad. Sin este conocimiento no sabríamos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Es inexplicable la realidad, las manifestaciones culturales, nuestra historia sin la presencia y actuación de la Iglesia. Esta es una razón, además de otras también muy importantes, que pide que los alumnos reciban clase de religión católica. Sin el conocimiento de los contenidos de la fe, de la Biblia, de la historia sagrada y de la Iglesia no se puede entender casi nada de la historia y cultura de nuestro país.

Sin embargo es necesario también valorar nuestra identidad. Por desgracia hoy, quizá porque no se conocen debidamente los contenidos cristianos que han formado nuestra identidad, esta identidad no se valora e incluso se hace de ella objeto de burla o de menosprecio. Esto no ayuda a la realización personal y social y tampoco facilita la acogida de la multitud de inmigrantes de distintas etnias y culturas que hoy llegan a España y a Europa.

Es preciso no olvidar que la riqueza de nuestras raíces ha fortalecido nuestra identidad y esto ha permitido que España haya tenido una larga y fecunda tradición integradora. Como tierra de marca o de paso, desde el comienzo, ha sido capaz de incorporar a su proyecto como pueblo a los "homines undecumque venientes", del norte y del sur. "Somos el fruto de semillas diversas", ha dicho Vicens Vives. Y todo esto ha sido posible porque conocíamos y valorábamos nuestra identidad, lo que nos permite poder acoger a los otros incorporando algo de ellos para enriquecernos y ofrecer algo a ellos para enriquecerlos. Si uno no conoce ni valora quién es él mismo, no puede acoger ni dialogar con otro que sabe muy bien quién es. Como es obvio, esto tiene consecuencias muy importantes hoy a causa de la realidad siempre creciente de la inmigración que tenemos en nuestra tierra y que hemos de acoger debidamente y facilitar su integración al país, a nuestra cultura, respetando también la suya.

El Cardenal Ratzinger, el actual Benedicto XVI, el año 2002 se preguntaba si en nuestro tiempo hay una identidad de Europa -podemos aplicarlo con toda razón a nuestro país- que tenga futuro y a la cual podamos dar soporte desde dentro, y responde que para los padres de la unificación europea posteriores a la devastación de la segunda guerra mundial -Adenauer, Schumann y De Gasperi- estaba claro que este fundamento existía y que descansa en la herencia cristiana de cuanto el cristianismo había hecho en nuestro continente[24]. Si el sustrato religioso de Europa, pese a su evolución y su pluralismo actual, fuese marginado en su papel inspirador de la ética y en su eficacia social, se negaría aquella rica herencia del pasado europeo, incidiría muy negativamente en el futuro digno del hombre europeo creyente o no creyente, y a la vez se correría el riesgo de construir una casa común encerrada en si misma, olvidando su solidaridad con los otros pueblos del mundo. Pienso que estas observaciones sobre Europa se pueden aplicar plenamente a España porque es Europa y porque tiene vocación europea.

Hoy están en juego la continuidad de unas pautas de comportamiento personal y social vinculadas a nuestra cultura y a nuestra identidad. Se ha vivido muy recientemente una marcha acelerada, comparativamente con los otros Estados europeos, en la que, en algunas materias, los legisladores configuran una normativa civil cada vez más alejada del humanismo cristiano. Como afirma Benedicto XVI en el encuentro eclesial italiano de Verona, "es preciso afrontar, con determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano"[25]. Deseamos ver más reconocidos algunos valores fundamentales como el don de la vida, desde su concepción hasta su muerte natural. Deseamos que la familia sea más valorada y apoyada, "sin que se vea -como afirma el Papa Benedicto XVI- suplantada u ofuscada por otras formas o instituciones diversas"[26]. Pedimos el derecho de toda persona a unas condiciones de vida dignas, lejos de cualquier forma de explotación. Deseamos ver más plenamente respetado el derecho de los padres a decidir el tipo de educación, también en la referente a la religión y a la moral, de sus hijos, habida cuenta de que son los padres los que tienen el derecho original e inalienable de la educación de sus hijos.

Una de las exigencias ante la que la Iglesia ha de ser cada vez más sensible es la de buscar y posibilitar caminos adecuados de presencia "comunitaria" que acompañe a los cristianos de esta sociedad en la que se hace cada vez más difícil ser creyente "en solitario". La Iglesia que es "institución", cuyos derechos habrá que defender, ha de ser también una Iglesia de "comunión", que se realice en comunidades concretas, de dimensiones humanas, en las que sea posible la fraternidad cristiana.

Concluyo mi exposición con estas palabras del mismo documento conciliar que he citado al inicio: "¿Qué piensa la Iglesia del hombre? ¿Qué recomendaciones se han de hacer para edificar la sociedad actual? ¿Cuál es el significado último de la actividad humana en el universo? Estas preguntas esperan respuesta. A través de ella aparecerá más claramente la reciprocidad del servicio entre el Pueblo de Dios y el género humano en el que está inmerso. Así, la misión de la Iglesia se mostrará, como misión religiosa y, por esto mismo, sumamente humana"[27]. La conferencia ha intentado proponer algunas respuestas acerca de la presencia pública de la Iglesia en la sociedad.

No podemos olvidar nunca que esta presencia es para evangelizar comunicando la Buena Nueva del Evangelio a los pobres. Viene a mi memoria lo que nos ha dicho Benedicto XVI en su encíclica "Dios es amor". El Papa cita al emperador Juliano el Apóstata, fallecido en el año 363. Lo hace para ilustrar que para la Iglesia de los primeros siglos era esencial ejercer la caridad organizada. Una vez emperador, Juliano decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también quiso reformarlo. "En esta perspectiva -dice el Papa- se inspiró ampliamente en el cristianismo [...]. Y escribía en una de sus cartas que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Los sacerdotes del paganismo debían emularla y superarla. De este modo, el emperador confirma cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia" (Núm. 24). La Iglesia continúa después de diecisiete siglos ofreciendo a la sociedad el testimonio de la caridad.

+ Lluís Martínez Sistach
Cardenal Arzobispo de Barcelona

Notas

[1] Núm. 1

[2] Cf. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 4

[3] Cf. S. Rylko, La misión de los laicos y la nueva evangelización, Murcia 2007, 7-9

[4] Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, 13

[5] Dignitatis humanae, 13

[6] Núm. 8, en Documentos de la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1984, 442

[7] Cf. C. Corral, El sistema constitucional y el régimen de Acuerdos específicos, en "Los Acuerdos entre la Iglesia y España", Madrid 1980, 108-109

[8] Viladrich afirma que "la laicidad del Estado consiste en aquel principio informador de su actuación ante el factor social religioso que se ciñe al reconocimiento, tutela y promoción del derecho fundamental de los ciudadanos y las confesiones a la libertad religiosa". Ateísmo y libertad religiosa en la Constitución española de 1978, en Ius Canonicum 22 (1982) 61

[9] Mt 22,21

[10] Discurso al LVI Congreso Nacional de Juristas Católicos italianos, de 9 de diciembre de 2006

[11] Cf. Ll. Martínez Sistach, Principios informadores de las relaciones Iglesia - Estado, en "Acuerdos Iglesia - Estado español en el último decenio", Barcelona 1987, 33-34

[12] Cf. P. Pavan, Libertà religiosa e pubblici poteri, Milán 1965; C. Corral, La Libertad religiosa en “la Comunidad Europea”, Madrid 1973; G. Barberini, Stati socialisti e confessioni religiose, Milán, 1973

[13] Cf. J.J. Amorós, La libertad religiosa en la Constitución Española de 1978, Madrid 1984, 168

[14] Gaudium et spes, 76

[15] Cf. L'Europa di Benedetto nella crisi della cultura

[16] Cf. Gaudium et spes, 76

[17] Discurso a la Asamblea eclesial nacional italiana, de 19 de octubre de 2006

[18] Cf. Ll. Martínez Sistach, Las Iglesias y las Comunidades Religiosas en la futura Constitución europea, en "Iglesia, Estado y Sociedad internacional", Madrid 2003, 640

[19] A. M. Rouco, Relaciones Iglesia - Estado en la España del siglo XIX, Salamanca 1996, 36-37

[20] Cf. Gaudium et spes, 12

[21] Cf. Lumen gentium, 31

[22] Discurso en la IV Asamblea eclesial nacional italiana, Verona, 19 de octubre de 2006

[23] Creure en l'Evangeli i anunciar-lo amb nou ardor, febrero de 2007

[24] Cf. Ll. Martínez Sistach, Las Iglesias y las comunidades religiosas en la futura Constitución europea, en "Iglesia, Estado y sociedad internacional", Madrid 2003, 642-643

[25] Discurso a la Asamblea eclesial nacional italiana, de 19 de octubre de 2006

[26] Discurso al Embajador español ante la Santa Sede, 20 de mayo de 2006

[27] Gaudium et spes, 11

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