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Monseñor Blázquez, laicidad y laicismo

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He leído con interés el discurso inaugural de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, pronunciado por Monseñor Blázquez. He de confesar –aunque esto sea lo de menos– que este Obispo me cae bien. Me parece un eclesiástico muy bien preparado, teológicamente solvente, y, a la vez, humilde y atento en el trato personal. Recuerdo la última vez que tuve ocasión de saludarlo –ya era el presidente de la CEE- y se presentó a sí mismo, con una sencillez no fingida, como “Ricardo Blázquez”.

La segunda parte del discurso al que hago referencia comenta la diferencia entre “laicidad” y “laicismo”. Siempre que topamos con las palabras nos enfrentamos al problema complejo de su sentido y de su significado. También al problema del uso que hacemos de las mismas, ya que no siempre podemos separar la semántica de la pragmática. Monseñor Blázquez se remite al Concilio Vaticano II; en concreto a Gaudium et spes 36, donde se aborda el tema de la justa autonomía de las realidades terrenas. Las cosas creadas y la sociedad misma gozan de leyes y valores propios. Sin embargo, autonomía no es independencia. Y mucho menos, independencia en relación con Dios, porque “la criatura sin el Creador se desvanece”.

Mons. Ricardo Blázquez
Mons. Ricardo Blázquez

Además de al Concilio, Monseñor Blázquez apela al magisterio de Benedicto XVI y a su deseo de que “se elabore un concepto de laicidad que, por un lado, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y, por otro, que afirme y respete la legítima autonomía de las realidades temporales”. Es decir, no tiene por qué constituir una disyuntiva excluyente el reconocimiento de Dios –y del papel de la Iglesia– y el reconocimiento de la autonomía de lo temporal.

Los avatares históricos del significado de “laico” son variados, hasta llegar a amparar bajo este paraguas “una visión en la que no hay sitio para Dios, para el Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de carácter absoluto, vigente en todo tiempo y situación”. Este abuso del concepto de lo “laico” es, a juicio de Mons. Blázquez, indebido. Dios no es una amenaza para el hombre. Más aún, el anuncio de Dios, el recuerdo de su realidad y de su presencia, es “un manantial que vierte incesantemente valores éticos en la sociedad”.

La “sana laicidad”, aunque comporte independencia de la esfera civil con respecto a la esfera eclesiástica, no implica indiferencia frente al orden moral. Los ciudadanos han de organizar, libre y responsablemente, su convivencia política. Pero el Estado ha de reconocer la relevancia y la presencia pública de la religión, sin extrañarse de que “los representantes legítimos de la Iglesia se pronuncien sobre los problemas morales que se plantean a la conciencia de todos los hombres”.

La aconfesionalidad del Estado, rectamente entendida, no supone una amenaza para la Iglesia. Más bien equivale al respeto de la libertad de las conciencias de los ciudadanos. Pero tampoco debe suponer un programa ideológico de exclusión de los elementos religiosos. En orden a facilitar la convivencia de todos urge “la búsqueda y la afirmación de unas bases morales comunes pre-políticas o meta-políticas, por parte de quienes profesan una ‘laicidad sana’, sean creyentes o no creyentes”.

La “ley natural”, el conocimiento interior que ayuda a discernir, con la razón, lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, se presenta como un concepto no residual, sino significativo, para recuperar lo que, más allá de las diferencias ideológicas, puede unir a los hombres “para buscar la verdad y resolver los problemas morales que se plantean al individuo, a la sociedad y a la humanidad entera”.

Lo que está en juego, en definitiva, es el respeto a la dignidad humana, que exige no romper la vinculación entre libertad y verdad, porque “la libertad debe ser educada para que no pierda el rumbo ni se convierta en egoísta e insolidaria”.

Me parece un buen discurso, el de Monseñor Blázquez. Un discurso prudente y constructivo que merece ser meditado.

Guillermo Juan Morado es doctor en Teología.
Fuente: Análisis Digital

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