Ideología laicista y odio a la Iglesia Católica. Las nuevas fieras del abismo.
El pasado viernes, con motivo de la investidura del doctorado honoris causa en la Universidad de Burgos del cardenal Rouco Varela, asistimos a uno de los acontecimientos públicos que más ha expresado la saña y la inquina de una manipulada mentalidad laicista contra la Iglesia española en la historia contemporánea.
Un grupo de más o menos jóvenes, agitadores de sí mismos, de oficio y sin beneficio, arropados por esa despreciable indumentaria de ocupas desaliñados, se empeñaron en proferir las más arteras barbaridades que imaginar pueda nuestro lector contra la Iglesia, los sacerdotes y la jerarquía, en una actuación bochornosa para propios y extraños.
Es cierto que fue una minoría minoritaria, pero también lo es que las semillas del odio contra la Iglesia y la religión, aunque sea en forma de espectáculo circense con lanzamiento de preservativos incluido, son una realidad que comienza a sentirse y palparse en la sociedad española ante la presencia pública de lo cristiano. La presión que ejercía tamaña algarabía, autorizada discutiblemente por autoridades ciertas, nos indica una tendencia, radical, pero tendencia, a cacarear que la Iglesia debe recluirse en las sacristías y que hay que eliminar de raíz toda pretensión de las instituciones públicas, en este caso dedicadas a la ciencia universal, a reconocer el valor de la aportación singular de lo cristiano y de los cristianos a la historia, en este caso, del cardenal Rouco Varela a la ciencia del Derecho.
Mientras, en el interior, magno de ritualidad, de palabra que se conjuga y conjuga el pensamiento, el arzobispo de Madrid daba un paso más en la formulación de uno de las más graves cuestiones del presente: el derecho a la libertad religiosa que se ha configurado a lo largo de los siglos, en no pocas ocasiones, frente al poder del Estado como forma y representación de un poder con vocación absolutizadora. La cuestión de lo cristiano frente al poder, y frente al poder del Estado, es hoy uno de los grandes temas de nuestro tiempo.
Recordaba el homenajeado, en plena sintonía con Benedicto XVI, que "es precisamente la era del Martirio de los cristianos la que despeja el camino histórico de la libertad religiosa y de su creciente afirmación teórica y práctica. Camino ya no reversible. El totalitarismo del 'Estado pagano' y sus efectos de reasunción de la dimensión religiosa del hombre podría producir la impresión de una versión positiva del valor social de la religión, pues ciertamente su ordenamiento jurídico –sus leyes, usos y costumbres– no niegan ese valor, sin más. Sin embargo, lo vacían de toda trascendencia al identificarlo con el puro y desnudo servicio político al Estado, banalizando y deteriorando la religión hasta el extremo de su más íntima y esencial corrupción en aquello que verdaderamente significa para la estructura interior y exterior de la persona humana."
Mucho está diciendo el cardenal Rouco. Mucho está diciendo sobre las nuevas formas de Estado pagano que padecemos en el presente y que, como antes, como ahora, como siempre, tienen la pretensión de asumir y de dar contenido a la dimensión religiosa del hombre con una nueva gnosis de sentimiento religioso que no está alejada del culto a lo natural, a la naturaleza, a la patria, la nación. O en su defecto, vaciar esa dimensión constitutiva del hombre y llenarla de lenitivos de fácil uso y consumo; un placer ligado al todo vale, a lo efímero, al sincretismo, a la incoherencia vital, a los falsos multiculturalismos.
El empeño de las ideologías laicistas, sociales en la definición más perentoria de nuestro Gobierno socialista, de ocupar espacios en la persona que debieran referirse a la libre naturaleza del hombre no es más que el principio de una nueva forma de dictadura estatal de nuevo cuño y de nuevo corte. El nuevo Leviatán está empeñado en conquistar, para no abandonar nunca más, las murallas del poder y en poner al Estado al límite de la divinidad.
Ya escribió el cardenal Ratzinger aquello de que "no es misión del Estado traer la felicidad a la humanidad. Ni es competencia suya crear nuevos hombres. Tampoco es cometido del Estado convertir el mundo en un paraíso y, además, tampoco es capaz de hacerlo. Por eso, cuando lo intenta, se absolutiza y traspasa sus límites. Se comporta como si fuera Dios, convirtiéndose –como muestra el Apocalipsis– en una fiera del abismo, en poder del Anticristo."
Fuente: Libertad Digital, 25 de abril de 2007.