De nuevo se ha suscitado el debate sobre la libertad religiosa en España, con la enmienda aprobada en el pasado congreso socialista: “Más laicidad para una mejor convivencia”. En la lectura de su contenido nos encontramos con esta contundente afirmación: “La laicidad del Estado es consustancial a la libertad, la igualdad y los derechos humanos”; totalmente de acuerdo, ¿qué ciudadano no está a favor de estas tres columnas de la democracia? Pero la vieja cuestión que late de fondo a la promoción de un Estado laico, no se resolverá con enmiendas a favor del pluralismo o la sana convivencia, mientras ronde por algunos hemiciclos el rancio y obsesivo fantasma antirreligioso, de derecha a izquierda, de arriba a abajo.
La laicidad en estado puro, no puede basarse en la negación del pasado, ni en las ganas de cortar las raíces cristianas de nuestra civilización. (Como si la cultura cristiana hubiese sido un cabo suelto, una irregularidad o una rareza de nuestra historia). “Un político que ignore la herencia ética, espiritual y religiosa de sus antepasados – advertía Benedicto XVI-, comete un crimen contra su cultura, contra esa mezcla de historia, patrimonio, arte y tradiciones populares que impregnan tan profundamente nuestra manera de vivir y de pensar”. No basta con tolerar la religión, si permanentemente se pone bajo sospecha cuando no bajo acusación, en vez de integrarla y favorecerla desde el consenso social. En palabras de Goethe, es necesario el respeto a lo sagrado como “la parte mejor del ser humano”.
Como ciudadano católico, sueño con vivir en un Estado verdaderamente laico, en el que mi manera de ver el mundo y entender la vida, la familia, la educación, sea considerada y protegida por aquellos otros ciudadanos a los que votamos cada cuatro años, con el fin de ayudarnos a ser libres, respetuosos y solidarios según nuestras convicciones éticas y religiosas. Cuando nos gobiernan desde el dirigismo y la imposición partidista, ni la libertad, ni la creatividad, ni la convivencia social son posibles; olvidan que la persona, con sus criterios éticos y religiosos, es antes que el Estado, y la política ha de ser “sierva” de las personas, no al contrario.
La polémica suscitada estos días de quitar la cruz de la mesa del juramento, o de suprimir la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos, es una medida ridícula que no resuelve la cuestión del espacio real y legal que ocupa la religión, ni del bien humano y social que ésta puede y debe seguir aportando. Ha llegado el momento de dialogar sin presunciones y de mirar juntos hacia los desafíos del futuro, y no sólo hacia las heridas del pasado, conjugando el rico patrimonio de convicciones que nacen de la fe y la razón. Sólo así seremos más sabios y podremos lograr una propuesta estable de vida personal y comunitaria, que sea la más alta expresión de lo que como humanos podemos llegar a ser.
Empecinarse en sostener que la fe es un asunto privado, y desde esa excusa subestimar la dimensión religiosa relegándola al último estrato de la sociedad, es lo mismo que querer amputar la necesidad de sentido que todo ser humano lleva inscrito en sus entrañas, y dejarle a la intemperie de una vida sin fines últimos, sin verdades que le sostengan, llena de servidumbres a vanas promesas y vacía de lo esencial para vivir.
Qué fácil sería encontrar la salida a esta compleja situación, si frente a la voluntad de poder, quedase sólo en pie sobre la tierra, la voluntad de Verdad. Como concluía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: “Aquí se desemboca en la verdadera cuestión”
Fuente: Camineo.info
Publicado el 18 de agosto de 2008