El mismo día en que conocíamos el asesinato de monseñor Paulos Faray Raho, arzobispo caldeo de Mosul, a manos de terroristas islámicos, un tribunal berlinés reconocía el derecho de los alumnos musulmanes que estudian en colegios de la ciudad a disponer de un oratorio en sus respectivos centros. El desequilibrio, en el trasfondo, entre una y otra noticia me recordó de inmediato aquella milonga argentina (¡Ayjuna, pucha, la vida / qué cosa más despareja! / Unos deshacen terrones, / otros van como en bandeja.). Y sí, en efecto, el trato con guante blanco que en Occidente se dispensa a los mahometanos contrasta crudamente con las acciones recíprocas que nos dedican.
Lo de guante blanco no es una metáfora pobre o un dicho gastado, es verdad literal: los moros presos en Guantánamo reciben los ejemplares del Corán de que se sirven a través de vigilantes rigurosamente enguantados para no contaminar tan sagrado texto por el contacto con manos infieles y pecadoras. En las cárceles españolas, el régimen de privilegio y trato especial para los detenidos musulmanes circula entre la excepción cultural y el pánico suscitado por un grupo de delincuentes numeroso, cohesionado e inmisericorde, con los demás y con sus propios miembros. Dan más miedo que la ETA, vaya. Pero no nos circunscribamos a los muslimes encerrados o a las mandangas y collonería del sistema penitenciario español.
Si defendemos la libertad y la igualdad básica de todos los seres humanos –como es el caso–, resulta obvio que eso vale también para los musulmanes; mas rebasando la interminable lista de casos concretos, vemos cómo la suma de anécdotas, nada divertidas, se convierte en categoría y de qué manera la falta de actos recíprocos similares hace de la relación de Occidente con el islam un banco de sólo dos patas, por supuesto las que sostenemos y pagamos nosotros.
La desigualdad es tan escandalosa que los estados occidentales, por aquello de su carácter aconfesional o laico, renuncian y aceptan omitir toda reclamación o contrapartida del otro lado con el pretexto de su propia condición neutral en materia religiosa. Un argumento intachable en el plano jurídico –y del cual se benefician a mansalva los musulmanes que viven entre nosotros– pero que, en la práctica, es mero escapismo y cobardía. No por casualidad es Estados Unidos el único país occidental que alguna vez –más bien en forma asistencial o de socorro ante hechos consumados de barbarie contra las personas y las creencias– formula alguna protesta o gestión diplomática aislada para salvar la vida (cuando aún es tiempo) de algún ingenuo que apostató del islam, o por facilitar la huida hacia tierras más libres de alguien que ya no soportaba la teocracia enquistada en su sociedad de origen.
La solución de este desequilibrio no consiste en recortar libertades y derechos a los musulmanes por aquí acampados, sino en exigir y obtener de la otra parte una igualdad de trato para los cristianos, hoy por hoy inexistente. Ni siquiera en la época colonial la Iglesia católica se atrevió a lanzarse al proselitismo en serio en el norte de África: tras un intento, en el siglo XIX, fracasado por el temor del Gobierno francés de provocar disturbios políticos, sobre todo en Argelia y Túnez, el asunto durmió el sueño de los justos hasta que, en nuestros días, pastores evangélicos –más osados o menos acomplejados que los católicos– han iniciado una tímida labor de acercamiento y penetración religiosa, a sabiendas de los riesgos físicos que corren, ellos y sus eventuales adeptos. Pero lo más grave no es la prohibición de la libertad religiosa en los países musulmanes, con serlo mucho, sino la naturalidad con que los gobiernos de por acá aceptan una situación tan desigual.
Correlato inevitable de lo anterior es el actual panorama, en que han trasplantado la presión desde sus países (seguros e inasequibles para otras religiones) a los nuestros, donde gozan de toda clase de facilidades para su expansión, empezando por los presupuestos del Estado. Algún caso –el español– reviste características especialmente bufas, tanto por la ignorancia de los políticos y asesores correspondientes en asuntos islámicos, como por el designio de Rodríguez de arrinconar – y a ser posible liquidar – al catolicismo utilizando el islam como una de las puntas de lanza en el ataque.
Sin embargo, nuestras gracias y desgracias no constituyen el problema central, sino la presión –inadmisible, pero ya con frutos– que ejercen sobre nuestra sociedad, pretendiendo imponer sus creencias como eje y fiel de la balanza en nuestros comportamientos, por ejemplo en el terreno de la libertad de expresión: desde la fetua contra Salman Rushdie hasta el aquelarre (con asesinados incluidos) por el erudito y discreto discurso del Papa en Ratisbona; desde la bronca organizada a escala planetaria (con más asesinatos) por los dibujos de un periódico danés a la pretensión, ya enunciada, de que Rodríguez implante la censura de prensa en temas relativos al Islam; desde el asesinato de Theo Van Gogh hasta la exitosa persecución contra Ayaan Hirsi Ali. Pero insistimos: lo más grave no reside en las pretensiones de los musulmanes, por absurdas que sean, sino el terreno claudicante, blandito y dubitativo que encuentran.
Del mismo modo que Ayaan Hirsi fue desposeída del escaño parlamentario y de su nacionalidad holandesa y hubo de refugiarse en Estados Unidos, ahora un diputado holandés no sabe qué hacer con un documental que ha producido sobre el Corán: ninguna televisión se atreve a emitirlo, actitud que relativiza y matiza mucho la cobardía –reconocida y probada– de la sociedad española. Pero el mal de muchos no consuela nada: por el contrario, corrobora cuán difícil y largo es el camino que debemos recorrer los europeos para defender y mantener la libertad en nuestras tierras, una libertad que tanto costó conquistar y que la inhibición y el miedo colectivos, o los intereses de unos pocos que trapichean a gran escala con los moros, están poniendo en serio peligro.