Hace no demasiado tiempo, una sentencia unánime del Tribunal Constitucional sobre la enseñanza de la religión católica desató airadas críticas por parte de personas vinculadas a determinados sindicatos. Se llegó a declarar, con ligereza, que la sentencia ofrecía residuos de «nacionalcatolicismo», y que avalaba un «retorno a la Inquisición» o un «talibanismo católico». Significativamente, esas mismas voces han guardado silencio cuando, hace poco, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha rechazado el recurso presentado contra la sentencia del Constitucional, considerándola «manifiestamente infundada» y no merecedora de entrar en el fondo del asunto.
Como se sabe, el problema arrancaba de la decisión del obispo de Canarias de no renovar el contrato a una profesora de religión católica en un colegio público por mantener abiertamente una conducta personal en clara contradicción con aspectos importantes de la moral católica: en concreto, por vivir en relación afectiva con un hombre distinto de su esposo, del que estaba divorciada.
El Tribunal Constitucional, en febrero pasado, sostuvo la posición de la jerarquía católica interpretando los vigentes acuerdos con la Santa Sede a la luz de los derechos constitucionales -derecho a la educación, libertad religiosa- y del principio de cooperación del Estado con las confesiones religiosas. Su posición se resume en dos afirmaciones principales. Primero, las normas concordadas y la legislación en materia de educación religiosa en centros públicos son plenamente constitucionales. Segundo, dentro de ese sistema, las iglesias -no sólo la Iglesia católica- tienen amplias facultades para decidir quiénes están cualificados para impartir clases de religión. Además, no resulta arbitrario fundamentar ese juicio de idoneidad sobre opciones personales de vida, pues la docencia de la religión puede implicar no sólo una docencia abstracta de principios y reglas, sino también la transmisión de determinados valores que se asumen como propios.
El Tribunal Constitucional, en febrero pasado, sostuvo la posición de la jerarquía católica interpretando los vigentes acuerdos con la Santa Sede a la luz de los derechos constitucionales -derecho a la educación, libertad religiosa- y del principio de cooperación del Estado con las confesiones religiosas. Su posición se resume en dos afirmaciones principales. Primero, las normas concordadas y la legislación en materia de educación religiosa en centros públicos son plenamente constitucionales. Segundo, dentro de ese sistema, las iglesias -no sólo la Iglesia católica- tienen amplias facultades para decidir quiénes están cualificados para impartir clases de religión. Además, no resulta arbitrario fundamentar ese juicio de idoneidad sobre opciones personales de vida, pues la docencia de la religión puede implicar no sólo una docencia abstracta de principios y reglas, sino también la transmisión de determinados valores que se asumen como propios.
Debe advertirse que, en España, la enseñanza de la religión católica en la escuela pública no se concibe como una enseñanza «objetiva» o «pluralista» sobre la religión. Se trata propiamente de una enseñanza confesional, de una educación en la religión católica, que sólo reciben quienes voluntariamente optan por ella. Lo mismo sucede con otras religiones, en concreto la protestante, judía o islámica. Es un sistema bastante extendido en Europa y que, en el caso español, encuentra su apoyo legislativo -además de en los acuerdos con la Santa Sede- en la propia Constitución, que impone al Estado el deber de cooperar «con la Iglesia Católica y las demás confesiones», entendiendo que así se contribuye a facilitar el ejercicio de la libertad ideológica y religiosa (art. 16.3 CE). La Ley Orgánica de Libertad Religiosa precisa que parte de esa cooperación consistirá en adoptar «las medidas necesarias para facilitar... la formación religiosa en centros públicos». Además, el art. 27.3 de la Constitución reconoce a los padres el derecho a que «sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Es verdad que hay quienes abordan ese derecho fundamental con cierto cinismo, como el escritor inglés Charles Lamb, quien afirmaba: «Estoy decidido a que mis hijos sean educados en la religión de su padre, siempre que puedan averiguar cuál es». Para muchos padres, sin embargo, se trata de una opción importante, quizá persuadidos de lo que creía Einstein: «La ciencia sin religión está coja, y la religión sin ciencia está ciega». Lo prueba el hecho de que más del 70 por ciento de los alumnos de centros públicos recibe enseñanza católica por elección de sus padres. Esas personas confían a la Iglesia Católica, y no al Estado, la educación religiosa de sus hijos en la escuela y, por tanto, la decisión sobre sus contenidos y sobre las personas idóneas para llevarla a cabo. Pretender que los poderes públicos puedan interferir en materia tan delicada -recordaba el Constitucional- sería olvidar que el principio constitucional de neutralidad «veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales».
Cuando el Tribunal de Estrasburgo confirma la sentencia del Constitucional español no hace sino seguir su propia doctrina, que desde siempre ha defendido, como consecuencia necesaria de la libertad religiosa, la autonomía de las iglesias para ocuparse de sus propios asuntos, libres de la intervención del Estado, aunque ésta se produzca con la loable intención de evitar «tensiones sociales» (p. ej., casos Serif, Agga o Hasan y Chaush). La jurisprudencia de Estrasburgo también ha dejado claro que la libertad religiosa no ampara posiciones de heterodoxia en el interior de una comunidad religiosa estructurada jerárquicamente, siempre que la pertenencia a esa organización sea voluntaria. Y, desde luego, enseñar religión católica en nombre de la Iglesia es una opción voluntaria y libre. Cada cual está en su derecho de considerar equivocada o excesiva la decisión del obispo de Canarias de retirar a la profesora divorciada la licencia para enseñar religión. Pero es a la jerarquía eclesiástica, y no a los funcionarios del Estado, a quien corresponde decidir en esa materia. Cuando el Estado ofrece instrucción religiosa confesional en el entorno de la escuela pública, lo hace con la finalidad de facilitar el ejercicio de derechos fundamentales de los ciudadanos, y no para privilegiar a ciertas iglesias. La función del Estado se limita a cooperar con ese modelo educativo, cuyo control queda esencialmente en manos de los padres, cuando eligen educación religiosa para sus hijos, y de las iglesias, cuando deciden los contenidos y las personas que se ocupan de esa enseñanza.
Es previsible que las decisiones del Constitucional español y de Estrasburgo no gusten a quienes ven en la enseñanza de la religión en la escuela pública un modus vivendi personal más que una actividad del Estado para promover el ejercicio de derechos constitucionales. Personalmente, no me parece muy razonable defender la enseñanza religiosa -o vivir de ella- y negar a los representantes oficiales de una religión su competencia para organizar esa enseñanza. Se comparta o no, resulta más coherente la posición de quienes se oponen del todo al actual sistema de enseñanza religiosa en los centros públicos, por considerar que la instrucción religiosa ha de realizarse fuera del espacio público, o al menos fuera del horario lectivo y sin financiación pública. Siempre, naturalmente, que no traten de imponer una interpretación excluyente de la Constitución: es decir, declarar anticonstitucional todo aquello que no se adapte a las propias posiciones políticas.
En esto, como en tantas cosas, nuestra Constitución es flexible y permite diversos modelos. Muchos ciudadanos tienen dudas sobre si el sistema español de enseñanza religiosa, en sus concretos perfiles, es el más adecuado (para el Estado y para la Iglesia). Es legítimo disentir, y propugnar los cambios legislativos pertinentes, pero respetando la legalidad vigente y sin atribuirse dogmáticamente el monopolio de la interpretación de la Constitución.